SAN FRANCISCO SOLANO, APÓSTOL DE SUDAMÉRICA


¿Fue de veras la muerte quien hirió la existencia de San Francisco Solano?

Contemplando sus restos mortales, no se podría creer. Aquel cuerpo arruinado por tantas fatigas y trabajos adquirió al morir una insospechada hermosura. Engordó, recobrando sus carnes; su piel, tostada por el sol, se tornó de una blancura de leche; sus ojos, que la modestia mantuvo siempre bajos, se abrieron y permanecieron brillantes como ascuas. El cadáver exhalaba suavísimo perfume. 

 
Ese cuerpo que mientras vivía no lograba reaccionar contra el frío del invierno a causa de la pobreza de la sangre, ahora, muerto, irradiaba suave calor milagroso; cuantos lo palparon comprobaron el hecho. La sangre parecía circular aún.
Un hermano al cortarle las uñas y el cabello, hirió ligeramente le piel y le sangre brotó roja, en abundancia, largo tiempo.
El cirujano Juan Mondragón quiso besar el pie del santo. Con respeto y veneración le tomó la pierna; pero el padre Francisco, modesto y casto, como si hubiera estado vivo, la retiró, dejando el facultativo lleno de espanto.
Inmensa muchedumbre acudió al convento para ver el cuerpo. Impotentes fueron los religiosos para contener la gente y defender le puerta de la enfermería.
Hombres, mujeres y niños se precipitaron en el oratorio. Ansiando cada cual tener una reliquia, le cortaban pedazos a la túnica. Hubo necesidad de renovar cuatro veces el hábito destrozado. 

 
Por la noche disminuyo el gentío y pudieron entonces los religiosos acercarse al féretro. Dichosos, lo velaron toda la noche recitando fervientes plegarias. Serían las once de la noche cuando se vio encima del convento una columna de fuego, que se levantaba precisamente sobre el oratorio donde estaba el cadáver del santo.
Su luz resplandeciente cambió en día la tenebrosa noche de invierno. Tres noches consecutivas se renovó el prodigio.
Se había conseguido cerrar las puertas del convento; pero el pueblo se agolpó frente e ellas, cual las aguas impacientes tras un dique, prontas e barrer con todo. A las dos de la mañana comenzaron e vociferar. Un hermano estaba atareadísimo haciendo tocar objetos de piedad al cuerpo del santo. Había sin embargo que separarse de los restos que realizaban tantos milagros.
La devoción hubiera querido conservarlo aún largo tiempo; pero la sentencia es igual para todos y hay que cumplirla: "Polvo eres y en polvo te convertirás".
Hubo, pues, que resignarse a perder ese tesoro, al menos, no verlo más. En un sencillo ataúd de madera se le enterró en el cementerio común. Apenas lo habían enterrado, cuando el virrey tuvo un gran remordimiento:
- "Pensar -se decía e sí mismo-, que ni siquiera tenemos su retrato".
Y movido por la devoción resolvió desenterrar el santo. Buscó un pintor, y en la noche, ocho horas después del entierro, sacó el cadáver y el artista hizo el retrato del siervo de Dios. El padre Vázquez, dominico, afirma que la boca del santo exhalaba un suave perfume. Una vez que el pintor terminó su trabajo, volvieron a enterrarlo. 

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