SOBRE SANTO DOMINGO SAVIO, POR SAN JUAN BOSCO


Dice San Juan Bosco:

"Hasta aquí he referido cosas que no presentan nada de extraordinario, como no quiera llamarse extraordinaria una conducta constantemente buena, que siempre fue perfeccionándose con una vida inocente, con actos de mortificación y ejercicios de piedad. 

 
También se podrían llamar extraordinarias su fe viva, su esperanza firme, su ardiente caridad y su perseverancia en el bien hasta el fin de su vida. Aquí, empero, debo exponer algunos favores particulares y hechos no comunes que tal vez serán objeto de alguna crítica, por cuya razón creo conveniente hacer notar al lector que cuanto aquí refiero tiene completa semejanza con hechos que se hallan registrados en la Biblia y en la vida de los Santos; refiero lo que he visto con mis propios ojos, y aseguro que escribo escrupulosamente la verdad, remitiéndome al juicio del discreto lector.
He aquí lo ocurrido:
"Muchas de las veces que Domingo iba a la Iglesia, especialmente en los días que recibía la Santa Comunión, o estaba expuesto el Santísimo Sacramento, se quedaba como arrobado, de suerte que si no era llamado para cumplir sus ordinarios deberes, permanecía allí por muy largo tiempo.
Acaeció, pues, que cierto día no fue a desayunarse, ni a la clase, y ni siquiera a la comida, y nadie sabía dónde estaba; en el estudio no estaba, y en la cama tampoco. 


Se informó de lo que pasaba al Director de la casa, a quien se le ocurrió que estaría en la iglesia como otras veces había acaecido: va, pues, al coro y le halla allí inmóvil como una estatua. Tenía un pie sobre otro, una mano la apoyaba sobre el atril del antifonario, la otra sobre el pecho, con el rostro vuelto y fijo en el tabernáculo y los ojos inmóviles.
Le llama, y no responde. Le sacude y entonces, volviéndose para mirarle, exclama:
"-¡Oh! ¿ya se acabó la Misa?"
-Mira, le dijo el Director mostrándole el reloj; son las dos".
Entonces pidió perdón de aquella transgresión a las reglas de la casa y el Director le mandó a comer diciéndole:
- "Si alguno te pregunta de dónde vienes, dile que de cumplir una orden mía".
Esto le dijo para evitar importunas preguntas que sin duda le pudieran hacer sus compañeros.
Un día Domingo vino de prisa a mi cuarto y me dijo:
- "Tenga la bondad de venir pronto conmigo, que se ofrece la ocasión de hacer una buena obra".
- ¿Adónde quieres conducirme? le contesté.
- "No hay que perder tiempo", añadió.
No me decido todavía; pero como él insistiese, y como yo había experimentado ya otras veces de cuánta importancia fuesen estas invitaciones, condescendí. Le sigo. Sale de la casa, se dirige por una calle, luego por otra y otra, sin detenerse ni decir palabra.
Al fin se para, sube una escalera, llega al tercer piso y agita fuertemente la campanilla.
- "Aquí es donde usted debe entrar", me dijo, y se marchó.
Se abre la puerta:
- "¡Oh, pronto -me dice una señora-, pronto; de lo contrario no llegará a tiempo. Mi esposo está moribundo y pide por piedad un confesor, pues quiere morir como buen cristiano,"
Yo me dirigí al lecho del enfermo que tenía gran ansiedad de reconciliarse con Dios. Arreglados con la mayor presteza los negocios de aquella alma, llegó el cura de la parroquia de San Agustín, que, llamado anteriormente, apenas tuvo tiempo de administrarle el Sacramento de la Extremaunción, pues el enfermo no tardó en pasar a la otra vida.
Más tarde quise preguntar a Domingo cómo había sabido que en aquella casa había un enfermo; pero él me miró con semblante afligido y se echó a llorar. Desde entonces jamás se lo volví a preguntar.


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