SAN COLUMBANO, EL SANTO CIVILIZADOR, SU ORACIÓN


Cuando cayó el Imperio Romano, los bárbaros dominaron Europa y durante muchísimo tiempo nadie se volvió a ocupar del estudio.

Fue aquella una edad tenebrosa en donde las más bajas pasiones triunfaban sobre la razón y la virtud. Nadie sabía leer ni escribir. La vida se compraba o se vendía al mejor postor y no se podía tener paz. Un miedo, un sobresalto, una continuo congoja pesaba sobre los hombres. 

 
Parecía que después del esplendor de los héroes de Roma, después de las hazañas de los conquistadores y de los artistas, se hubiera apagado la luz del entendimiento y en el mundo dominara la oscuridad más completa.
Ciertamente, la civilización hubiera desaparecido del todo si unos cuantos hombres, verdaderamente heroicos, no hubieran sacrificado sus vidas en una obra notable: disipar las tinieblas de la ignorancia por medio del ejemplo, la persuasión y el amor.
Entre estos varones ejemplares figura en primer lugar Columbano, monje nacido en Irlanda hacia el año 550, y que había recibido instrucción de otro monje famoso, llamado Sinell, después de haber dudado algún tiempo cuál sería su verdadera vocación. De esa duda lo sacó una piadosa mujer que vivía como ermitaña en el monte.
Terminados sus estudios, se dio cuenta de la ignorancia y de las malas costumbres de la época, y sabiendo que en las Galias (Francia actual), la barbarie era mayor, decidió predicar el bien en esa región, así como la necesidad de una conducta gobernada por el ideal de una vida superior. Lo acompañó en su viaje un grupo reducido de discípulos.
Una vez en las Galias, se vio muchas veces en peligro inminente de perder la vida, pero siguió adelante en su obra sin desmayar.
Los bárbaros que señoreaban aquella parte de la Europa occidental en el siglo VI de nuestra Era, hombres salvajes que no conocían más ley que la de la espada, se burlaron de aquellos misioneros irlandeses vestidos de blanco y entregados a la meditación; pero hubo reyes que comprendieron, en medio de sus errores y ferocidad, la buena intención de los visitantes y los dejaron actuar, permitiéndoles fundar monasterios en las ruinas de los antiguos palacios romanos.
Columbano, con el hacha en la mano, se abrió paso hasta los restos del edificio romano que el rey le había dado en posesión, y fundó allí el monasterio de Annegray, hoy totalmente desaparecido, y otros más, como el de Luxovium (hoy Luxeuil). Este último es particularmente famoso y peregrinos de todo el mundo lo visitan en Francia. 

 
En la época de Columbano, estaba casi solo en medio de la espesa y amplia selva que lo rodeaba en muchas hectáreas a la redonda. El visitante que hoy penetra en ese bello y antiguo monasterio recibe una fuerte impresión, pues le es fácil imaginarse la figura austera de un hombre que, vestido con hábito blanco, se enfrentó a la maldad y supo sacrificarse en beneficio de los demás.
Alrededor de los templos fundados por Columbano fue agrupándose el pueblo, y de sus puertas salieron a diversas partes, muchos misioneros que seguían los consejos de aquel venerable maestro.
Columbano, en fin, habló a todos y se esforzó por dulcificar el animo belicoso de los bárbaros, salvando para el espíritu y la cultura el genio de un pueblo que estaba a punto de ser vencido por las pasiones.
Su obra fue heroica en grado sumo, pues tuvo que luchar contra príncipes perversos e intrigas de toda índole, pero al fin la verdad se impuso, y tan sabio benefactor pudo, al menos, trasladarse a Italia para seguir viviendo en paz y enseñar al que no sabe.
Murió en una gruta a la que se retiraba a orar, y fue sepultado en la abadía de Bobbio, Italia. Fue un valiente civilizador, un hombre de gran carácter y una inteligencia privilegiada.


 ORACIÓN ESCRITA POR SAN COLUMBANO

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, 
dígnate encender tú mismo nuestras lámparas 
para que brillen sin cesar en tu templo, 
y de ti, que eres la luz perenne, 
reciban ellas la luz indeficiente 
con la cual se ilumine nuestra oscuridad 
y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo. 

Te ruego, Jesús mío, 
que enciendas tan intensamente mi lámpara 
con tu resplandor que,
a la luz de una claridad tan intensa,
pueda contemplar el santo de los santos
que está en el interior de aquel gran templo,
en el cual tú, amado Jesús,
Pontífice de los bienes eternos, has penetrado;
que allí, Señor, te contemple continuamente
y pueda así desearte, amarte
y quererte solamente a ti,
para que mi lámpara, en tu presencia,
esté siempre luciente y ardiente. 

Te pido, Salvador amantísimo,
que te manifiestes a nosotros,
que llamamos a tu puerta,
para que, conociéndote,
te amemos sólo a ti y únicamente a ti;
que seas tú nuestro único deseo,
que día y noche meditemos sólo en ti
y en ti únicamente pensemos.
Alumbra en nosotros
un amor inmenso hacia ti,
cual corresponde a la caridad
con la que Dios debe ser amado y querido;
que esta nuestra dilección hacia ti
invada todo nuestro interior
y nos penetre totalmente,
y hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos
que nada podamos ya amar fuera de ti,
el único eterno.
Así, por muchas que sean
las aguas de la tierra y del firmamento
nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad,
según aquello que dice la Escritura:
Las aguas torrenciales no podrían apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse,
al menos parcialmente,
por don tuyo, Señor Jesucristo,
a quien pertenece la gloria
por los siglos de los siglos.
Amén. 


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