LA ANUNCIACIÓN DEL ÁNGEL A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA




Dios, en su infinita misericordia, tan infinita como su infinita justicia, no quiso dejar al género humano sin esperanza de redención, y prometió a nuestros primeros padres, en el Paraíso, tan pronto como realizaron el pecado original, que, en la sucesión de los tiempos, y de la descendencia de la seducida Eva, nacería el Salvador del mundo, para arruinar el poder del demonio. 

 
Y pasaron cuatro mil años, y transcurrieron las célebres setenta semanas de Daniel, y María, la purísima doncella, hija de Joaquín y de Ana, y esposa del carpintero José, vivía humildemente en la ciudad de Nazareth, de la tribu de Zabulón, en Galilea, colocada como nido de blanquísimas palomas, en la falda del monte Tabor.

Nazareth, en hebreo, significa la ciudad de las flores y de las rosas; y en aquel amenísimo pensil, tan poéticamente cantado más tarde por Lamartine, apareció el Ángel a la virginal María, diciéndole: Dios te salve, llena eres de gracia, el Señor es contigo, y bendita tú eres entre todas las mujeres.

Se turbó María al oír estas palabras, y el Ángel siguió diciendo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. En tu seno concebirás y parirás un hijo, al que darás por nombre Jesús. Y será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará por siempre en la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.

María, dispuesta de antemano, por insignes favores del cielo, para el cumplimiento de tan sublime obra, contestó con las siguientes famosas expresiones:

"Esclava soy del Señor, hágase en mi según tu palabra". 


 
Y en el mismo instante el Verbo se hizo carne por un prodigio de inexplicable amor. Dios se revistió de la naturaleza humana en el seno de la más pura de las vírgenes, y así fue como la pobre morada de Nazareth se convirtió en el primer santuario y en la mansión primera de Jesucristo sobre la tierra.

La vivienda de la Santa Familia estaba formada por una pequeña casita y por una gruta de alguna profundidad, en la cual se halla hoy el santuario de la Anunciación de Nazareth a cargo de los buenos hijos de San Francisco.

Debemos a María Santísima, como representación de todo género de purezas, el testimonio de su veneración y de su agradecimiento, invocándola en sus oraciones, y saludándola frecuentemente con las palabras del Ángel: AVE MARÍA.

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