LOS MILAGROS DEL PADRE PIO


LA SANTA MISA DEL PADRE PIO

Cada día, en invierno o en verano, el Padre Pío celebraba la Santa Misa a las cinco de la mañana. Desde la una, ya la gente se amontonaba a las puertas de la iglesia, rezando y cantando en espera de que las puertas fueran abiertas.

Para las cuatro de la mañana, una gran multitud se aglomeraba allí. Podía oírseles cantar y rezar en varios idiomas. Venían de lejos y no les importaba el sacrificio de levantarse tan temprano para poder estar cerca del altar del Padre Pío. 

 
A las cuatro y media se abrían las puertas para dar paso a los entusiastas peregrinos. El Padre Pío, también, se había preparado durante 3 horas para celebrar la Santa Misa.
Al cuarto para las cinco entraba a la sacristía, tambaleándose y tropezando lleno de dolor. Por esa época experimentaba la agonía de Cristo en el Monte de los Olivos, día tras día, en una forma misteriosa. No conocía descanso. Muchos sacerdotes y altos dignatarios, hombres de todas las extracciones, le esperaban allí para hacerle sus peticiones. El avanzaba unos cuantos pasos, se arrodillaba y rezaba.
Algunos minutos más tarde se levantaba y, fortalecido, caminaba hacia la mesa, revestía los ornamentos y se preparaba para renovar el sacrificio incruento de Cristo en el altar. Frecuentemente tenía lágrimas en sus ojos. Al preguntarle por qué, contestaba con voz trémula: «No soy digno de celebrar la Santa Misa. Soy el sacerdote más indigno».
A las cinco en punto caminaba hacia el altar, una ardua tarea a través de la impetuosa asamblea de fieles. Se podía ver claramente que cada paso, cada movimiento, le causaba un profundo dolor. Celebraba la Misa en el altar principal, lo cual era una gran ventaja para los fieles que podían verle desde tres costados. Con gran compostura y devoción decía el Introito. Era claro que las heridas le dolían debido al largo tiempo de pie.
Algunas veces se llevaba la mano a la frente, como para aflojar la corona de espinas. Se acercaba entonces al altar, trataba de besarlo, pero un dolor inenarrable se lo impedía. Inmediatamente después entraba en éxtasis por primera vez. Sufría y ofrecía reparación por los pecados que Dios colocaba ante sus ojos una y otra vez. Durante el Gloria y el Credo entraba ocasionalmente en éxtasis, y se tenía la impresión de que estaba presenciando todo cuanto decía.
Todo cuanto el Padre Pío decía en oración se reflejaba en su aspecto, en su apariencia. Casi siempre era dolor; raras veces alegría.
Cuando el sacristán acercaba el misal al lado del Evangelio, el Padre Pío pasaba al centro del altar, se inclinaba y entraba de nuevo en éxtasis. Entonces, por primera vez, se podía ver y oír claramente llorar y gemir al Padre Pío. Tenía un pañuelo especial sobre el altar, llamado «paño de lágrimas», con el cual enjugaba sus lágrimas. 


Recuperado del éxtasis, leía el Santo Evangelio con enorme devoción y amor. Durante el Ofertorio, al elevar la patena, entraba de nuevo en éxtasis. Frecuentemente hablaba en voz baja con alguien que no podíamos ver. Parecía colocar las múltiples peticiones, que se habían escrito y entregado, en la patena, continuando así por un rato. Lo mismo ocurría durante la segunda parte del Ofertorio.
Cuando el Padre Pío se volvía hacia los fieles en el Dominus Vobiscum, éstos podían ver claramente su mano, perforada y enrojecida. Su dolor aumentaba constantemente debido al largo tiempo de pie. Después del Sanctus, era frecuente que una elevada fiebre abrasara su cuerpo. Sentía dolores que le quemaban y despedazaban. De acuerdo con los sacerdotes que concelebraban con él, sus ojos estaban hundidos dentro de sus cuencas, y su fisonomía cambiaba para asemejarse a la de Cristo en agonía en la cruz. Los dolores de la agonía convulsionaban su cuerpo en el momento en que la campana indicaba el momento de la Consagración, y el Padre Pío decía las palabras de la consagración. Se estremecía y se volvía víctima del más aterrador sufrimiento, al tiempo que sangre fresca manaba de las heridas de sus manos.
El Padre Pío no contemplaba la pasión de Cristo: la vivía en su propio cuerpo en forma misteriosa. La gente gritaba, gemía y lloraba «¡Jesús, misericordia!» Tenían miedo de que pudiera morir, y más especialmente durante la Semana Santa. Lo que más impresión causaba era ver al Padre Pío, renovando el sacrificio incruento de Cristo, entregando todo cuanto tenía, la sangre de su propio corazón, para hacerlo más aceptable. Su sangre chorreaba por todo su cuerpo. Era esto lo que más conmovía a la gente. Se podía oír de pronto alguna voz sofocada por el llanto diciendo: «¡Creo!».
¿Se ofrecía el Padre Pío en sufrimiento expiando anticipadamente por estas almas para que pudieran ser convertidas?
Muchas personas de diferentes religiones se convirtieron en esos momentos. La consagración se prolongaba por cinco minutos. Padre Pío mejoraba un poco después, aunque el dolor no disminuía. Frecuentemente caía en éxtasis de nuevo. Rezaba entonces el Padre Nuestro con gran devoción. Finalmente llegaba el momento de su propia comunión. Al golpearse el pecho diciendo: «Señor, no soy digno...», se podía oír flaquear su voz. Había lágrimas en sus ojos y no tardaba en golpear su pecho una segunda y una tercera vez. Finalmente recibía la Sagrada Hostia. En ese momento, el Padre Pío caía en éxtasis de nuevo. Ahora sí podía decirse que se veía radiante. Disfrutaba abundantemente de la felicidad y la gloria del cielo, en cuanto esto pueda ser posible para un mortal. En este momento, de alguna forma, recibía la recompensa por la pesada carga que llevaba y nuevo vigor y fuerzas para desempeñar la difícil tarea que le esperaba cada día. Permanecía en ese estado por algún tiempo.
Aún profundamente recogido decía la post-comunión para ser luego llevado de regreso a la sacristía por entre la multitud. Allí se despojaba de los ornamentos y se ponía los guantes de lana que cubrían sus santas heridas absorbiendo la sangre y protegiéndolo de las miradas de los curiosos. Acto seguido, caminaba hasta su claustro y hacía su acción de gracias.
Afuera, frente al altar, se podía ver frecuentemente a los peregrinos venidos desde muy lejos, con lágrimas de emoción en sus ojos. Algunos, habiendo sido convertidos y aún dentro de la iglesia, daban paso a su temperamento italiano y decían en voz baja:
«¡Ay, te he reconocido tan tarde, oh Dios! Busqué paz y no encontré descanso».
Fue allí donde encontraron la paz y el descanso para sus almas. Más tarde se acercaban al confesionario arrepentidos. Debemos comprender cuán profundamente esta Misa, que duraba por lo general más de una hora, conmovía a los asistentes. Entre los muchos sacerdotes que fueron, uno declaró que no podría soportar otra Misa del Padre Pío, con el resultado de que en adelante celebró sus Misas con más belleza y devoción que antes.

HECHOS EXTRAORDINARIOS

He aquí algunas otras manifestaciones especiales. Todos tenemos amigos y todos tenemos enemigos. El Padre Pío también. ¿Qué mal hizo él? Ninguno, y sin embargo fue odiado y perseguido. La malicia de los hombres fue su cruz.
El Padre Pío caminó por este mundo haciendo el bien y, no obstante, fue perseguido y odiado porque constituía un agrio reproche para muchas personas que no vivían como debieran, y deseaban consecuentemente su muerte.
Un día, un carro pasó por la carretera, sobre el punto en que se tiene una buena vista del nuevo hospital y de otros edificios sobre la colina. El hombre en el carro preguntó al conductor:
«Por favor, ¿qué son esos edificios allí en la colina?»
La respuesta fue: «Ese es el hospital del Padre Pío».
Sorprendido, el ateo replicó:
«¿Tienen los capuchinos el dinero para construir un hospital así de grande?»
El conductor contestó:
«Eso es algo diferente, señor. Allá, arriba en ese convento, vive el Padre Pío, quien tiene las heridas de la cruz como el mismo Cristo. La gente dice que es un santo. En aquella iglesia de allá, y en todo el mundo, se obtienen gracias increíbles por su intercesión. El Padre Pío es muy humilde y no acepta nada. Pero cuando lleguemos al pueblo verá los muchos buses que llegan de todas partes del mundo, y oír a peregrinos hablar en idiomas diferentes. Una y otra vez vienen a darle gracias y a pedir nuevos favores. Aún así, se han recibido limosnas y donaciones, y el Padre Pío las ha utilizado para construir ese nuevo hospital. El no quiere nada para sí mismo. En el mundo, es único por su gran amor por Dios y por su prójimo».
En ese momento, el ateo se enfureció y pronunció palabras llenas de malicia en contra del Padre Pío. Se burló, juró, y por último lo maicillo. Después de un rato, al acercarse al pueblo, se burló de nuevo y socarronamente dijo al conductor:
«Dentro de pocos días se celebrará una gran fiesta aquí».
«¿Qué fiesta?», preguntó el chofer.
La insolente respuesta fue:
«En pocos días celebraremos el funeral del Padre Pío, y allí y entonces acabaremos con este asunto».
En ese mismo momento llegaron al restaurante. El carro se detuvo, el viajero, que tenía unos 30 años, se apeó, cayó y murió instantáneamente. Hubo gran confusión.
«¿Qué ha pasado?» La gente se arremolino en pocos momentos.
«Este hombre debe haber tenido un ataque de apoplejía. ¿Estaba excitado? ¿Discutieron?»
«No, hablamos del Padre Pío».
Y el conductor contó sobre la conversación con el hombre.
Un testigo que oyó todo esto fue donde el Padre Pío al convento, donde fue admitido de inmediato. Queriendo contar lo ocurrido, el Padre Pío modestamente le replicó: «No necesitas contarme eso. Lo sé».
Entonces pronunció estas sorprendentes palabras:
«En ese momento, cuando el hombre juró contra mí e hizo una maldición deseando mi muerte, yo estaba con Dios. La maldición no pudo hacerme daño: fue redirigida contra él mismo. Celebraremos su funeral en pocos días».
¡Pueden imaginar el efecto de este acontecimiento! De este ejemplo podemos aprender que Dios no permite que nadie se burle de El, de sus santos, o de su gente santa, y que nunca debemos maldecir a nadie, pues podemos ser víctimas de nuestra propia maldición.
Un hombre que odiaba la iglesia se detuvo frente al convento, cerró los puños y gritó:
«¡Abajo el Padre Pío, abajo él!»
Inmediatamente cayó al suelo, quedando inválido. Dios le concedió más tarde, sin embargo, la gracia de la conversión.
Todos los enemigos del Padre Pío que han muerto, han sufrido una muerte terrible. De ahí vemos que Dios está con el Padre Pío.
Hay muchos otros acontecimientos que han ocurrido y que pueden ser leídos en los libros. Dios ha intervenido en forma dramática en las ocasiones en las que se ha tratado de dar muerte o dañar al Padre Pío.
Un día, una niña ciega fue llevada al confesionario del Padre Pío. La pequeña se arrodilló y confesó sus pecados. Después dijo:
«Padre Pío, soy ciega, pero tengo otras cuatro hermanas que son ciegas también. Por favor ruegue para que yo pueda ver. Pero no quiero molestarlo. Que la voluntad de Dios se cumpla».
El Padre Pío, conmovido por tan enorme resignación, le dijo:
«¡Oremos juntos!»
La niña entrelazó sus manos y el Padre las cubrió con sus propias y perforadas manos. Recitaron el Ave María juntos. Al llegar a la última petición «Ruega por nosotros los pecadores», la niña, llena de emoción y llorando profusamente, gritó:
«¡Padre, veo la gente, el altar, todo!»
Al tiempo, la gente lloraba, sollozaba y decía «¡Yo creo; yo creo en Dios!».
Algunas personas se convirtieron en ese instante. Es penoso ver que aún hay gente entre nosotros que dice: «¡No necesitarnos prodigios!»
Creo que si la niña hubiera sido un familiar suyo hablarían en forma diferente. ¡Cuán indiferentes pueden ser las personas! No es posible imaginar el entusiasmo de la multitud que lloraba alegremente con la niña curada tan maravillosamente. El Padre Pío, sin embargo, se retiró modestamente al convento como siempre.
Ciega de nacimiento, la niña conocía las cosas sólo de nombre o por el tacto. Podía ahora experimentar el mundo con ojos nuevos.
Un día llevaron ante el Padre Pío a un hombre que había sido ciego durante varios años. Sus amigos pidieron al capuchino que lo curara. El Padre miró al hombre y dijo:
«Escoja usted mismo. Si quiere ser feliz en el cielo, no podrá serlo en la tierra.»
El hombre tuvo que atravesar entonces por un duro conflicto interno, pero después de un corto tiempo tomó una decisión. Con voz entrecortada dijo:
«Padre, prefiero ser feliz en la otra vida».
El amoroso sacerdote lo confortó, lo bendijo y lo acarició, retirándose el hombre con un alma llena de nuevas fuerzas para llevar su pesada cruz. A través de la intercesión del Padre, el hombre consiguió permiso para vivir cerca del capuchino, pudiéndosele ver cerca de él durante la Misa.
El sobrino del Padre, quien había sido epiléptico por muchos años y quien aún hoy día sufre ataques de esta penosa enfermedad durante la Misa, no ha sido curado. Es admirable, en nuestra opinión, lo que el Padre le dijo en una ocasión:
«Dios me concedería la gracia de tu curación si se lo pidiera, pero no podría entonces responder por ello ante el Señor. Querrías las cosas mundanas con demasiado apego y podrías desviarte del camino, pudiéndose perder entonces tu alma».
De estos dos casos podemos ver con claridad porqué no todos los enfermos se curan, como ocurre también en los grandes santuarios como Fátima, Lourdes, Syracusa y otros lugares santos. Un viejo proverbio afirma sabiamente:
«Todo cuanto Dios Nuestro Padre hace es por nuestro bien (por nuestra salvación)».
El mismo Padre Pío dice:
«¿Qué mejor cosa podemos ofrecer a Dios que nuestras adversidades, sin olvidar que éstas constituyen un gran favor?»
La adversidad es un ángel de Dios, y a través de ella los hombres han sido más ayudados que por todos los placeres del mundo.
El 6 de septiembre de 1956, después de la Misa al aire libre, una niña que sufría de atrofia de los huesos era llevada por sus padres en una silla de ruedas. Al terminar la ceremonia, cuando el Padre Pío volvía a la iglesia con sus asistentes, los padres lo llamaron de entre la multitud:
«¡Padre Pío, Padre Pío, ten piedad de nuestra hija enferma!»
En ese momento, el Padre se detuvo y les dirigió una bendición. Al instante la niña saltó de la silla y sollozando gritó:
 «¡Padre Pío, Padre Pío, puedo correr!».
Y corriendo hacia él besó sus manos estigmatizadas. Esta repentina curación causó una enorme conmoción.
En julio de 1957 conocí a una dama de Hamburgo. Era profesora y sufría de atrofia vertebral; todo su pecho estaba enyesado. Enferma incurable, había aprendido italiano y sólo deseaba ir donde el Padre Pío y confesarse con él siquiera una vez. Cuando, después de una larga espera, logró acercarse al confesionario y confesar sus pecados fue sorprendida por el Padre quien le dijo:
«No necesitas ir más donde el médico ni tomar más medicinas; yo te quitaré todo tu dolor y sufrimiento inmediatamente». En ese momento se sintió bien. Durante tres semanas la vi todos los días. Una y otra vez me decía:
«Estoy saludable. Estoy curada».
Un niño agonizante de 4 ó 5 años fue llevado en brazos de su madre que venía de Pescara a donde el Padre Pío. Estaba al borde de la muerte. Al entrar la mujer en la iglesia con el niño, llamó en voz alta:
«¡Padre Pío, ayúdame! ¡Mi hijo está muriendo en mis brazos, o quizás tal vez ya haya muerto!» Y añadió: «¡Si no me ayudas lo dejaré aquí contigo!»
Mientras tanto, se había acercado al confesionario. El Padre Pío bendijo al niño y lo devolvió a su madre diciendo:
«Creo que eres su madre: aquí está tu hijo».
La mujer abandonó la iglesia con el niño, que se movía y quería bajar al piso. Podía caminar, y dijo:
«Madre, ¡dame algo de comer, que tengo hambre!»
El niño había sido curado.
En adición a su bondad sacerdotal y a su severidad, el Padre Pío poseía un gran sentido del humor, como puede verse en el siguiente caso.
Una mujer, que había visitado al Padre y que sufría de un severo dolor de cabeza, colocó una foto suya debajo de la almohada con la esperanza de alcanzar la curación de su dolor. Pero como tenía que sacarla cada día al hacer la cama, y como no recibía alivio alguno, en un arranque de mal genio la puso debajo del colchón diciendo:
«De todas formas no me estás ayudando; ¿para qué me molesto? ¡Toma, descansa un poco!»
Una año y medio más tarde fue a confesarse con el Padre Pío. Con gran dificultad logró por fin entrar en el confesionario. Pero cuando el Padre abrió la puertecita y la vio, se la cerró de nuevo en la cara. La mujer, muy asombrada ante este cruel tratamiento, permaneció de rodillas esperando que el Padre atendiera su confesión. De nuevo se abrió la ventanita y el Padre Pío apareció.
«Pero, Padre, ¿por qué me cerró la puerta en la cara?»
«No te gustó que lo hiciera, ¿verdad? Crees que a mí me gustó que pusieras mi foto bajo el colchón?»
Hay un testimonio de una señora de Grenoble (Francia) sobre eventos que ocurrieron en septiembre de 1956. Una señora tuvo un sueño sobre el Padre Pío, es decir, sobre un sacerdote a quien no conocía y de quien nunca había oído hablar, quien le dijo que daría a luz a un niño que tendría los pies deformes. «Pero no te preocupes por ello. Ven a Italia, donde se te dirá qué debes hacer». El sueño se cumplió. La familia y parientes estaban todos en gran congoja; los médicos no podían hacer nada.
Unos tres meses después, el esposo oyó acerca de un famoso doctor en Milán. Envió a su esposa y a su hijo a verlo. En la frontera italiana, la mujer tuvo que cambiar de trenes; cuando se hubo sentado en el nuevo, se quedó dormida. Al despertar preguntó dónde estaban, enterándose que la próxima estación era la de Foggia. Habían tomado el tren equivocado!
Al verla tan consternada, uno de los viajeros le dijo que podía ir con ellos a ver al Padre Pío. Al oír que era un sacerdote dijo:
«¿Qué voy a hacer yo con un sacerdote? ¡Lo que necesito es un especialista!»
Después de mucha persuasión decidió ir a San Giovanni Rotonda. Se unió al grupo de viajeros, y al entrar a la iglesia donde el Padre Pío estaba celebrando Misa, quedó sorprendida al verlo: ¡este era el sacerdote que había visto en su sueño! Tal vez él podría ayudarla.
Después de Misa quiso hablar con él, pero le dijeron que las mujeres debían esperar 35 días antes de poder confesarse con él. Los hombres podían verlo con más facilidad en la sacristía. El señor que había estado con ella en el tren, y a quien le había contado todos sus problemas, se ofreció entonces a llevar a su hijo con él a la sacristía. Dicho y hecho.
Al llegar el Padre Pío, el señor le pidió bendecir al niño enfermo.
«¿Cómo se llama este niño?»
«No lo sé; no es hijo mío», replicó el hombre.
El Padre Pío replicó: «Llévense este niño de aquí; no tiene nombre. ¡Tiene ya tres meses y no ha sido bautizado aún!»
Cuando el hombre regresó con el niño donde su madre, se enteró de que su padre había rehusado bautizarlo. Llorando, la mujer se retiró de la iglesia y cablegrafió a su marido acerca del bautismo. La respuesta llegó: accedía a ello.
El mismo Padre Pío bautizó al pequeño. Al pronunciar las últimas palabras del rito se oyó un ruido como si algo se hubiera roto. Al liberar las piernas del niño, la mujer observó que el aparato que las encerraba estaba roto, y que las piernas estaban derechas. El Padre Pío añadió entonces modestamente:
«Este niño se convertirá en un gran santo».

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