SAN JUAN DE DIOS, EL SANTO PATRONO DE HOSPITALES Y ENFERMEROS


Juan Ciudad Duarte, a quien hoy se venera con el nombre de Son Juan de Dios, nació de padres humildes en el reino de Portugal, en la población de Montemayor, cerca de la frontera con España, el 25 de marzo de 1495.
Cuando tenía unos diez años huyó de su casa por seguir a un sacerdote forastero que se había hospedado en ella, fascinado por el brillo del ideal, todavía muy impreciso, de ocuparse en obras de caridad y de hacer algo grande en su vida. 

 
Hubo de pasar aventuras y peripecias casi novelescas. Primeramente tuvo que trabajar como pastor y mayoral a las órdenes de un honrado terrateniente. Cuando ya era un mozo, su amo le propuso que tomara a su hija en matrimonio y Juan, sin saber bien por qué, rehusó, se despidió de su amo y sentó plaza de soldado.
Al servicio del rey pasó algún tiempo y tomó parte en acciones de guerra, de modo que se ganó algunos ascensos. Pero, habiendo descuidado un rico botín que se le había confiado, hubo quien le ganó en astucia y se lo robó. Esto enfureció al jefe de armas, y en su ira habría mandado ajusticiar a Juan, si otro jefe superior, más humano, no hubiera conmutado la sentencia por la de expulsión del ejército.
Así pues, Juan volvió o servir, como labrador, a su antiguo amo, y poco después sentó plaza de soldado otra vez, para luchar contra los turcos, que invadían a Europa. Pero esta campaña fue breve, y al terminarla, Juan se halló de nuevo sin qué hacer de su vida. Sabía leer y escribir, pero nada más.
Entonces, al regreso, desembarcó en la Coruña y peregrinó a Santiago de Compostela, de donde pasó a su tierra, pensando encontrar vivos a sus padres. Grande fue su pesar cuando, llegado a Montemayor, supo que su madre, muerta de tristeza por su partida, sólo había vivido unos meses después de perder a su hijo, y su padre, por consolarse, había entrado como religioso franciscano, pero hacia ya tiempo que también había muerto.
Sin nada que hacer en su tierra y lleno de tristeza Juan se alejó de ella y en su camino, habiéndose hospedado en un hospital, comenzó a sospechar que el servicio a los pobres y enfermos era su vocación. Por lo pronto entró o trabajar o las órdenes de una familia que se dirigía a Ceuta, en Africa. Allí cayó su amo gravemente enfermo y Juan tomó a su cargo la tarea de consolar y servir a todos con el mayor cuidado. 

 
La pobreza arruinó a esta familia y Juan, sin tener ninguna obligación, se hizo albañil para darles de comer. Juan, entonces, se quedó en Gibraltar, manteniéndose como vendedor ambulante de libros.
Juan siguió hacia Granada y se dedicó a vender leña. Un día entró a oír un sermón que predicaba el célebre Beato Juan de Avila. Del sermón salió como loco, gritando a voz en cuello: "¡Misericordia, Señor, misericordia!", y comenzó a hacer tales demostraciones de arrepentimiento, que lo tomaron por un verdadero loco, lo encerraron en un hospital y, según la costumbre de entonces, le dieron azotes y malos tratamientos para calmarlo, cosa que él aceptó diciendo que todo se lo merecía por sus pecados; pero no convenció a los enfermeros. Por fin se reconoció que su locura no era enfermedad, sino amor a Dios y al prójimo, y se le puso en libertad. 
Luego comenzó Juan a buscar enfermos, locos verdaderos y pobres de toda clase, y a pedir limosna y endeudarse por sostener un hospital en la ciudad de Granada.
No es posible resumir sus grandiosas obras de misericordia ni los milagros que obró, pero no podemos olvidar su heroísmo cuando, habiéndose incendiado el hospital, Juan se metió entre las llamas y estuvo media hora adentro, sacando enfermos, arrojando camas a la calle, moviéndose en aquel horno inmenso y permaneciendo ileso, como pudieron atestiguarlo más de quinientas personas que lo presenciaron desde fuera.
De loco que había sido considerado, Juan de Dios pasó a la opinión de santo. El Arzobispo le mandó que se pusiera un hábito que él mismo le dio y que dejara la costumbre de cambiar sus vestidos con el primer pobre que veía andrajoso y necesitado. Y Juan convirtió a dos encarnizados enemigos, no sólo haciendo que se perdonasen, sino que se uniesen con él para la obra de caridad que había emprendido.
Así comenzó la nueva Orden de Caridad, los heroicos Hermanos Juaninos, de todos conocidos.
Tras una larga enfermedad, Juan de Dios murió de rodillas ante el altar, porque la muerte le sorprendió a solas, en esa postura.
EL NOMBRE DE SAN JUAN DE DIOS

En los alrededores de Gibraltar iba Juan Ciudad Duarte, de lugar en lugar, llevando su fardo de libros que vendía, sin que el hecho de ir de un lugar a otro le impidiese tener vida contemplativa. Y a solas en sus caminatas, contemplando las llanuras o los altozanos cubiertos de árboles, arrullado por el trino de los pájaros y elevando su espíritu en el silencio de los cielos, buscaba el rumbo de su vida, pues hasta entonces, cuando ya contaba unos cuarenta años, todavía no sabía cuál era su verdadera vocación. 
Un día bonancible de aquellos iba caminando con sus libros a cuestas, cuando vio a un precioso niño que despertó su piedad. Era de aspecto pobre, iba descalzo, descubierta la cabeza y vestido con una túnica raída. A pesar de todo, el niño rebosaba tal gracia y hermosura, que hechizaron a Juan. 


Conmovido el humilde mercader de libros y deseando servir en lo que pudiese al pobre niño, se detuvo recordando tal vez su fuga del hogar cuando era pequeño, y le preguntó:
-Pobre niño, hermano mío, ¿adónde vas?, ¿te has perdido de tus padres?
-No me he perdido, sé mi camino y el tuyo -le respondió el niño.
-Pues, ¿cómo vas descalzo? si te sirvieran mis alpargatas
-Tú quieres calzarme, pero no me sirven -dijo el niño probándoselas, y devolviéndoselas por demasiado grandes.
Entonces Juan, movido a compasión, le dijo:
-Niño bendito, amado seas; que aunque no sé lo que por ti siento, sírvete de mis espaldas y te llevaré a la vez que mis libros.
El niño se apresuró hacia él aceptando y Juan, agachándose, lo hizo subir. Juan caminaba y sudaba, y el niño le enjugaba el sudor con sus manos. Cuando Juan advirtió que ya estaba a la vista de la villa de Gaucín, se detuvo junto a la fuente Adelfilla, para descansar. Soltó el fardo de libros en el suelo y dejó al niño con todo cuidado junto a un árbol, diciéndole:

-Hermanito muy amado, déjame beber en esta fuente.
Sonrió el niño complaciente. Pero al retirarse Juan unos pasos, oyó que le llamaban y se volvió a mirar al niño, quien ahora se le presentaba lleno de gloria y de luz espiritual, mientras le mostraba una granada abierta y sobre ella una cruz. Entonces el niño dijo:
- Juan de Dios, Granada será tu Cruz. Y desapareció.
Juan no se atrevía, sin embargo, a usar el nuevo nombre que de Jesús había recibido, y, después de su conversión, se llamaba Juan Pecador; pero después de algún tiempo, cuando ya estaba dedicado a sus obras de caridad, sucedió lo siguiente:
Yendo a pedir limosna, con un traje todo roto y maltrecho, llegó a casa del doctor don Sebastián Ramírez de Fuenleal, Obispo de Tuy y Presidente de la Cancillería de Granada, quien tenía de Juan un concepto muy elevado.
- ¿Y cómo os llamáis? -le preguntó el prelado, después de informarse de lo que hacía, vestido de aquel modo.
- Me llamo, señor, Juan Ciudad y Duarte; pero el nombre que merezco usar es Juan Pecador.
- Decidme, hermano, ¿no tenéis otro sobrenombre?
- El Niño Divino que me guió a Granada me llamó Juan de Dios; pero yo no me atrevo a usar de él sino en mi interior.
- Pues yo os aconsejo y Dios os manda que de aquí en adelante os nombréis Juan de Dios.
- Así lo haré... si Dios quiere -contestó tímidamente, en su humildad, el santo.
Entonces el Arzobispo le ordenó también que usase en adelante un vestido que le dio, y que no lo cambiase por alguno de los de los pobres, como solía hacerlo. Mandó traer la necesaria jerga blanca y parda y ordenó que se le cortase un hábito, el cual bendijo y se lo impuso solemnemente, ciñéndoselo con una correa.


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