LA ALEGRÍA DE JUAN MARIA LAMENNAIS


Una de las cosas más notables en el carácter del Venerable Juan María Lamennais, era, sin duda, su sentido del humor. Aun en los trances más graves y críticos, sabía sobreponerse y hacer reír a todos.
Lamennais fundó en el año 1819 de la congregación religiosa laica católica dedicada a la enseñanza de los Hermanos de la Instrucción Cristiana de Ploërmel, también conocidos como menesianos. 

 
Entre las muchas anécdotas que se han recogido del padre Lamennais, vamos a referir las siguientes:

El Venerable había sido llamado a París por el capellán mayor del reino, el obispo príncipe de Croy, para que ejerciera como Vicario General. Con tal motivo, se trasladó a la corte parisina, y tuvo que asistir a los lujosos salones de palacio, pletóricos siempre de damas y caballeros elegantísimos. Juan María, por su parte, sólo llevaba su vieja sotana de costumbre, raída y recosida.
Un día, en presencia del rey, unas damas vestidas con lujosas ropas y adornadas con joyas valiosísimas miraron con ironía aquella vieja sotana, e hicieron comentarios sobre su pobreza e impropiedad para los salones reales.
Lamennais, imperturbable, les contestó en seguida:
-¿No se dan cuenta, señoras, de que mi humilde vestido está haciendo penitencia por el lujo excesivo de los de ustedes?
El rey sonrió por la fina ironía del Vicario, y agregó:
-¡Muy bien! Las damas tienen demasiada coquetería; nosotros no tenemos nada. Así están compensadas las cosas.
En otra ocasión, yendo en uno de sus interminables viajes por Bretaña, los caballos que tiraban de su coche estaban hambrientos y rendidos. Un Hermano de la Congregación iba como cochero, y bajó del carruaje para dar pienso a los animales.
Estaba poniendo en la cabeza de los caballos el saquillo de avena, cuando los animales se encabritaron, derribaron al Hermano y echaron a correr, desbocados, llevándose el vehículo y al vicario dentro de él.
Lamennais pensó que era mejor saltar afuera por la puerta que había quedado abierta, y como lo pensó lo hizo, pero cayó de cabeza sobre un montón de piedras, causándose heridas muy visibles en el rostro. 


Cuando el Hermano llegó a él para auxiliarlo, el padre, sonriente, secándose la sangre con un pañuelo, le dijo:
-Tranquilízate, estoy vivo. Estar vivo es lo único que me interesa, pues esta tarde tengo que predicar contra el mal en el pueblo vecino.
Mientras tanto, dos campesinos habían logrado sujetar los caballos desbocados, y devolvieron el coche al Vicario y al Hermano, que así pudieron llegar a su destino.
A la mañana siguiente, el padre Lamennais se levantó y fue a peinarse frente a un espejo. Entonces pudo ver su rostro lleno de moretones y arañazos, y, sin poder contener la risa, comentó:
-Esta vez la suerte no está de mi parte... tengo que predicar contra el mal... ¡y estoy casi tan feo como él!
De tal modo era contagioso su buen humor, que una vez un guardabosque fue a detenerlo preso por no llevar papeles de identificación en cierto camino. Lamennais creyó que ese atropello era un pretexto de quienes perseguían a los clérigos, y no tuvo más remedio que dejarse conducir por el guardabosque.
Pero éste no tenía tales intenciones, sino que le llevó a su cabaña, allí le dijo que anhelaba tenerlo como invitado a comer, y que su esposa sugirió el ardid de fingir una detención para asegurarse de que aceptaría la invitación.
Lamennais rio por la broma, y aquella comida estuvo llena de diálogos de buen humor.

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