LEYENDA DE LA VIRGEN DE LOS REYES


LOS ARTÍFICES CELESTIALES.

Espectáculo verdaderamente sublime y majestuoso, al par que bello y consolador, ofrecía la hermosa ciudad de Sevilla el día 22 de Diciembre del año 1218.

La bella capital de la poética Andalucía hacia un mes que se había rendido al rey D. Fernando III, ya conquistador de otras tan importantes poblaciones como Córdoba, Jaén, Granada, Úbeda y Murcia. 


 
Hasta este día que hemos citado, no quiso aquel piadoso monarca entrar en la ciudad rendida, pues preparaba un obsequio a la Santísima Virgen, a quien atribuía sus triunfos y victorias.

Llevaba el rey tres imágenes siempre consigo.

Una de ellas era de plata, otra de marfil de dos palmos de alta que la colocaba D. Fernando en el arzón de su caballo cuando peleaba con los infieles, y otra de gran tamaño a la que veneraba mas que a las otras dos, teniéndola en su campamento en una tienda que le servía de templo y sobre un modesto altar.

Esta última, era la que hoy ocupa una de las principales capillas de la suntuosa catedral de Sevilla; esta era la que desde el rey Santo, hasta nuestros días, ha sido adorada bajo la advocación gloriosa de Nuestra Señora de los Reyes.

He aquí lo que la tradición cuenta sobre su milagroso origen:
El piadoso y santo rey D. Fernando rogaba fervoroso un día a la Virgen que se doliese de la triste suerte que sufría la infeliz España, todavía gimiendo muchas de sus ciudades bajo el ominoso yugo musulmán.

La Madre del divino Redentor se le apareció entonces, consolándole y ofreciéndole su protección y auxilio para que siempre confiara en el buen éxito de cuantas empresas acometiera.

Satisfecho y agradecido el monarca castellano a la Emperatriz de cielos y tierra, luego que la visión desapareció recordándola con todos sus detalles, llamó a los mejores escultores de sus estados, y dándoles minuciosos detalles de la figura en que apareciera su divina Protectora, les indicó que deseaba que según los mismos le hicieran una imagen de la Virgen, para que viéndola a todas horas, le hiciese continuamente presente en su memoria aquel gran favor que le debía de haberse dignado visitarle y hablarle.

Inútiles eran todas las explicaciones que hacia el monarca a los artífices, pues por mas que procuraba darles a conocer del mejor modo posible el retrato que aun conservaba su mente de la divina Señora, ninguna de las imágenes que se construían tenían parecido alguno con el original.

Desconsolado se hallaba el santo rey no pudiendo encontrar unas manos tan hábiles que supieran fabricar la imagen tal como él deseaba, pero la Señora le envió dos ángeles que, tomando figura humana, dejaran a aquel buen rey una imagen que cumpliera por completo sus aspiraciones.

Se presentaron, en efecto, dos gentiles mancebos al rey D. Fernando en su palacio de León ofreciendo hacerle la efigie o estatua tal como él la quería, y escuchada con agrado su proposición, la aceptó el monarca destinándoles al momento una de sus habitaciones para que con todos los útiles necesarios empezasen cuanto antes la difícil obra. 

 
— Tres días os pedimos solo de tiempo para fabricar la imagen de esa hermosa Señora, cuyo retrato sabéis pintar tan bien con vuestras palabras.

— Hacedla, aunque mas tiempo os cueste, tal como yo la deseo, dijo el rey a los dos jóvenes, y yo os sabré recompensar dignamente.

— Pasados tres días, entrad en el aposento que nos habéis designado, y vuestro deseo estará satisfecho, le contestaron los jóvenes.

Cuando el piadoso rey penetró en el taller de los dos jóvenes artífices, a pesar de que nadie los había visto salir encontró desierta la habitación, pero se sorprendió mas que agradablemente al ver que habían dejado terminada una preciosa imagen perfectamente parecida a la hermosa Señora que se le apareciera para ofrecerle su divina protección y auxilio.

Contento el santo rey de lograr por fin su bella imagen, y admirado de no hallar a los dos jóvenes, observó que las herramientas se encontraban como se las dejaran a  aquellos tan habilidosos artistas, y lleno de júbilo exclamó:

- ¡No es obra humana, no ha sido hecha por ningún ser mortal esta bellísima imagen de la Virgen María, mi protectora y abogada, debida es sin duda alguna a los ángeles que la Señora me ha enviado para que se viesen cumplidos mis mas ardientes deseos!

Pronto se extendió por todo el palacio la noticia de aquel sorprendente milagro, y llegando también la noticia a los honrados leoneses, suplicaron al rey que les dejara adorar a aquel don precioso que le hacia la cariñosa Madre de los cristianos.

Esto dice la piadosa tradición acerca de tan venerada imagen. Sin embargo, respetables autores, apoyándose en varios datos y noticias curiosas, aseguran que la preciosa efigie de Nuestra Señora de los Reyes, no tiene tan elevado origen como le da la tradición, y que es regalo que el rey de Francia San Luis hizo a su primo D. Fernando III, fundando su opinión en la flor de Lis que se ve estampada en su pie derecho.

Esa preciosa imagen era pues conducida desde el campamento cristiano a la bella ciudad, que abandonaban los árabes, en una magnifica carroza tirada por cuatro caballos blancos.

Detrás de ella iba el santo rey a pie, desenvainada su espada, y cayendo por sus mejillas abundantes lágrimas que hacían correr el gozo que inundaba su humilde corazón.

A su lado marchaba la piadosa reina su buena esposa y su muy amado hijo D. Alonso, los infantes D. Fadrique, D. Enrique, D. Sancho y D. Manuel, el príncipe D. Alonso de Molina, el infante D. Pedro de Portugal, el hijo del rey D. Jaime de Aragón, el del rey moro de Baeza, Uberto sobrino del soberano pontifico Inocencio IV, y otros muchos ilustres caballeros, seguidos de un pueblo numeroso, cantando entusiastas himnos en honor de Nuestra Señora, compuestos por el mismo príncipe D. Alonso heredero de la corona.

A este carro triunfal donde se llevaba la Virgen de los Reyes precedían las tropas de D. Fernando, desplegadas sus banderas y caminando con marcial continente al compas de los bélicos acentos de las trompetas que, coronadas de laurel, tocaban los que comenzaban aquella hermosa y solemne procesión.

Detrás de las tropas castellanas, y delante del carro de Nuestra Señora, iban también todos los caballeros de las órdenes militares, con sus grandes maestres don Pelayo Pérez Correa, que lo era de la de Santiago, don Fernando Ordoñez de Calatrava, D. Fernando Ruiz de San Juan, D. Gómez de Ramírez, de los templarios, y D. Pedro Yáñez de Alcántara.

Seguían a estos nobles defensores de la Cruz, los ilustres prelados de Jaén, de Córdoba, de Cuenca, de Avila, de Cartagena, de Segovia, de Coria, de Palencia y de Astorga, todos con sus ornamentos episcopales, y a la cabeza de los monjes, frailes y clero que asistían también a la triunfal entrada de la Virgen de los Reyes en la ciudad recién conquistada.

Al llegar la carroza de Nuestra Señora a la gran mezquita de los vencidos musulmanes, el arzobispo electo de Toledo D. Gutierre la purificó, para que dentro de la misma se pudiera celebrar el santo sacrificio de la misa, como la celebró el citado prelado D. Gutierre, sirviendo el mismo carro triunfal para altar de la divina Señora.

Allí, en aquella grandiosa mezquita que hoy se halla trasformada en la mejor tal vez de nuestras hermosas catedrales, quedó la venerada imagen, siendo con frecuencia visitada por el rey D. Fernando, que la designó como en los campamentos su particular servidumbre, nombrando camareras, mayordomos, gentileshombres, capellanes, reyes de armas y guardias.

En su capilla dispuso también se le enterrara cuando la muerte diera fin a sus días, y a la se halla el sepulcro de aquel rey tan eminentemente religioso y cristiano como ilustre conquistador.

Ochenta y un pies de longitud, cincuenta y nueve de anchura y ciento noventa de elevación o altura tiene la real capilla de Nuestra Señora.

Doce preciosas estatuas, que representan los reyes del antiguo testamento, adornan el magnifico arco de entrada que se halla cerrado por una suntuosa y magnifica verja de hierro, en cuyo remate se ve la estatua ecuestre del santo rey conquistador de la bella ciudad del Guadalquivir, en actitud de recibir las llaves de la misma de manos del emir que se va también puesto de rodillas ante D. Fernando, obra debida a la piedad y munificencia del gran Carlos III.

La forma de la capilla es semicircular: al frente se halla la Virgen, y por dos anchas graderías se sube al presbiterio en el que se halla el sagrado altar y urna de plata, mandada fabricar por el piadoso rey Felipe II, que guarda el cuerpo de San Fernando.

A los dos lados del altar de la Virgen están también los sepulcros de D. Alfonso X el Sabio y el de la reina Doña Beatriz.

Por la misma capilla se baja por dos puertas al panteón donde aun se venera la imagen de marfil que llevaba D. Fernando en el arzón de su caballo de batalla, y el sepulcro de aquel tan religioso monarca.

No podemos resistir al deseo de trasladar integra la algo extensa inscripción que en él se leía en cuatro diferentes idiomas, hebreo, latino, árabe y castellano, y que era debida a su buen hijo D. Alonso X.

Dice así:

Aquí yace el rey muy ondrado D. Errando, Señor de Castilla y de Toledo, de Leon é de Galicia, de Sevilla, de Córdova, de Murcia, de Jaen, el que conquistó toda España, el mas leal é más verdadero, el más franco, é el mas esforzado, é el más apuesto, é el mas granado, é el mas sufrido, é el mas omildoso, é el que mas temió á Dios, é el que mas le facia servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó é ondeó todos sus amigos, é conquistó la ciudad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é puro hi en el postrimero día de mayo en la era de mil et CC et noventa años.

No ha sido solo San Fernando el monarca que haya profesado especial devoción a la Virgen de los Reyes. Casi todos sus ilustres descendientes han continuado venerando su sagrada imagen y distinguiéndola con ricas ofrendas y grandes privilegios.

Los numerosos milagros que por su intercesión ha obrado el Señor todopoderoso, la han dado una fama y celebridad entre todos los cristianos, y en especialidad entre los habitantes de Sevilla, que hace que siempre se vea en su hermosa capilla infinitos fieles que van implorar sus mercedes y a suplicarla a todas horas su protección y auxilio.

Mucho espacio necesitaríamos, para poder enumerar los infinitos casos en que la Virgen de los Reyes ha dispensado su poderosa protección a los sevillanos, de las que mas han llamado nuestra atención al repasar viejas crónicas he aquí una por su especial belleza:

Con motivo de una encarnizada guerra que sostenía por aquellos tiempos Castilla contra Portugal, el valeroso jefe de una nave sevillana cayó desgraciadamente prisionero de los portugueses, a quienes había causado anteriormente bastantes descalabros.

Gozoso el rey de Portugal de tener prisionero a tan temible marino, ordenó que fuese colocado en un oscuro calabozo, hasta que se dispusiera lo que con él debía hacerse.

Mientras la cautividad del valeroso marino, su buena esposa que se hallaba en la capital de Andalucía, habiendo tenido noticia de la triste condición de su amado esposo, y siendo muy especial devota de la Virgen María, se dirigió a su capilla llevándola cera, pan y vino; humilde ofrenda que quería presentarla por espacio de treinta días al celebrarse una misa en cada uno de ellos, que encargaba dijera un sacerdote para que la divina Protectora se condoliera de su amarga aflicción y aliviara la triste suerte de su atribulado marido.

La Reina de los cielos, oyó benigna las súplicas de aquella buena mujer, y alivió la suerte de su esposo.

Se hallaba este completamente abandonado en su prisión, casi muerto de hambre y devorándole una abrasadora sed, cuando de repente ve alumbrado el calabozo por una vela, y distingue a su lado pan y vino, con lo que pudo dejar satisfecha su necesidad del momento.

Al día siguiente con gran sorpresa del marino sevillano, se repitió el mismo prodigio, y así sucesivamente ocho días mas, hasta que uno de los carceleros del infeliz español, notando que había luz en la prisión, abrió esta y vio el pan, el vino y la vela que tan milagrosamente aparecían todos los días.

Informado de tan raro y maravilloso suceso el monarca portugués, quiso que se lo refiriera el mismo prisionero, y comprendiendo que todo aquello era algún milagro de los cielos, le puso en libertad, si bien obligándole a prometer volvería a darle cuenta tan pronto como pudiera de lo que supiera en su patria sobre tan extraordinario suceso.

Lo prometió el marino, y algún tiempo después, se enteraba el rey de lo que aquello significaba, que no era otra cosa sino que Nuestra Señora, fervorosa y continuamente invocada por la esposa del marino, dispuso que milagrosamente se trasladara a su prisión el pan, vino y vela que la ofrecía todos los días al celebrar el santo sacrificio de la misa.

Se admiró mucho el portugués de la relación que hizo su antiguo prisionero, y devolviéndole por completo su libertad, le dejó que fuera a dar gracias a su divina protectora, y el mismo monarca profesó también desde aquel día una especial predilección a La Virgen de los Reyes.


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