NUESTRA SEÑORA DE LOS ERMITAÑOS, HISTORIA Y LEYENDA DE LA IMAGEN


Es necesario leer con mucha frecuencia la vida de esos hombres justos y piadosos que nos presenta nuestra historia religiosa para poder comprender todo lo sublime de la doctrina salvadora que viniera a predicar al mundo el Hijo de Dios.

Es necesario encerrarse algunas horas en el silencio de un gabinete para recorrer esas brillantes páginas, cuya luz tal vez, por ser demasiado viva y penetrante, ofusca el entendimiento de algunas personas.


Es necesario sobre todo tener una fe ardiente y sincera para experimentar todas las dulzuras e inefables goces que experimentaron los santos que veneramos en nuestros altares con la contemplación de los magníficos misterios de nuestra  religión.

En España, a pesar de ser esta nación una de las más católicas del universo, fuerza es confesarlo, no hay en sus habitantes el interés y curiosidad que tienen otros pueblos por todo lo que se relaciona con sus creencias.

Acostumbrados a no saber otra cosa de los héroes del cristianismo que lo que oímos alguna que otra vez, y muy de tarde en tarde a sus panegiristas en anuales solemnidades, parece que dejamos a cargo del sacerdote la consulta de tantas y tantas obras como se han escrito en el extranjero dedicadas a tan bellos asuntos, y de las que carecemos por completo; aquí, en la tierra que se dignara visitar la Soberana de los cielos; aquí, donde la buena nueva diera tantos frutos de bendición, regado nuestro país con la sangre de innumerables mártires.


Hoy referiremos la que de Nuestra Señora de la Ermita o de los Ermitaños,  cuentan los fieles de Helvecia.

Meinrad, descendiente de la ilustre familia de los condes de Hozenzollem; lleno de riquezas que le brindaban un deslumbrante porvenir, abandonaba un día  Suavia, y repartiendo sus cuantiosos bienes a los pobres, iba a llamar a las puertas de la abadía de Reicheran para entregarse por completo a la oración y la penitencia, que sabia eran tan agradables a la amorosa Madre de Jesucristo, a quien profesó desde muy niño una especial devoción.

Con gran placer unió allí su voz a la de los religiosos, para alabar todos los días a la Santísima Virgen  y ensalzar continuamente sus glorias.

Admiró la ascética vida de sus compañeros, y compartió con ellos la suya entre frecuentes vigilias e incesantes súplicas; pero todavía llegando hasta él el ruido del mundo, del cual quería apartarse por completo para solo vivir para María, les dejó también, marchando a la cumbre del monte Estzel, donde fabricó una capillita, colocando en ella una sagrada imagen de la Virgen.

Siete años permaneció en aquel sitio enteramente aislado de los hombres; lejos de su trato, solo se acordaba de rogar por ellos en sus preces al Altísimo.

Pero Dios, que no quiso se ignoraran por más tiempo las virtudes de aquel joven, e hizo que le vieran algunas personas, que muy pronto dieron a conocer a otras el lugar solitario donde Meinrad habitaba.

Lo mismo el pobre pastor, que la ilustre dama, visitaban con frecuencia la retirada ermita, donde siempre encontraban consuelo en sus aflicciones, alivio en sus desgracias.

Pero la humildad de aquel hombre justo, y piadoso se alarmaba con estas visitas.

Creyó que el tiempo que empleaba en contestar a todos cuantos se acercaban a su apartado albergue lo perdía, no pudiendo estar siempre bendiciendo y alabando a la Señora, y un día, cuando sus admiradores fueron a la ermita, la encontraron desierta y vacía.

Meinrad había dejado furtivamente una noche su ermita, y llevándose la divina imagen que la adornara, se internó por ignorados bosques, deteniéndose en el llamado de la Selva negra en el cantón de Schwitz.

Otra vez sin comunicación con los hombres, haciendo una vida de oración y penitencia, pasó 52 años en aquellas soledades.

¿Cómo podremos narrar su historia en tan largo tiempo?

¿Es posible que hagamos una enumeración de sus virtudes, siendo su vida una virtud continua?

— Oh Dios mío! —exclamaba muchas veces, yo os pido humildemente que no me obliguéis a abandonar también estos lugares. Evitad, Virgen Santa, que la devoción que por vos siento no sea turbada por ningún mortal. Solo para vos quiero vivir hasta que pueda como aquí cantar vuestras glorias en el cielo.

El Señor, sin embargo, no quiso que aquel fiel hijo suyo viviera más tiempo apartado de sus demás criaturas.

Otra vez su nueva ermita se vio visitada por varios pastores y campesinos que, admirados de la virtud y austeridad de Meinrad, la veneraban como a un santo, como a uno de los elegidos del Señor.

Y aunque el piadoso ermitaño sentía que se le distrajera en su contemplación, cuando veía a su lado a aquellas gentes sencillas que con tanto respeto le oían, y que tal cariño le manifestaban, procuraba corresponderles agradecido, dándoles eficaces remedios para sus enfermedades y las de sus ganados, y los entretenía con frecuentes pláticas, haciéndoles conocer todo lo grande y consolador que contiene el Evangelio predicado por Jesucristo.

La fama que iba adquiriendo entre los habitantes de las poblaciones vecinas, ponía en gran cuidado la modestia de aquel justo varón.

Determinó, pues, buscar otro lugar más recóndito y solitario a donde pudiera trasladarse con la bella imagen que en su ermita guardaba.
Sus propósitos no pudieron realizarse.

El Señor, satisfecho de tanta caridad, de tanto amor, le quiso dar luego el premio de sus virtudes. Pronto Meinrad, junto al trono del Omnipotente, cerca de la Virgen María, y al lado de los demás bienaventurados, gozaría de la recompensa que alcanzan los justos en la otra vida.

Una noche, cuando Meinrad rendido por la fatiga había suspendido sus ejercicios espirituales para entregarse al descanso que fuertemente le reclamaba su cuerpo, unos cuantos forajidos que recorrían el bosque, penetraron en la ermita, y sin imponerles el venerable rostro del anciano ermitaño, ni la sagrada imagen de la Virgen Santísima que estaba junto a él en la capillita, cediendo a sus instintos sanguinarios y a sus feroces sentimientos, se lanzaron sobre él y le asesinaron.

Consternados los pastores y campesinos que iban a visitar al anciano ermitaño, al verle yerto en medio de un charco de sangre, después de dar sepultura a su cuerpo, avisaron en las poblaciones cercanas cuyos habitantes visitaran tantas veces la ermita, para intentar hallar a los criminales.

Dios quiso dar a aquellas sencillas gentes una prueba de lo mucho que apreciaba a Meinrad, obrando uno de tantos prodigios como patentizan a todas horas su poder infinito.

Seguidos por dos cuervos que no les dejaban ni un momento, llegaron a Zurich los asesinos, y aquí expiaron su crimen muriendo en el patíbulo.

Hasta que la justicia humana cumplió su triste deber, aquellos desalmados no pudieron conseguir separar de su lado las dos aves acusadoras que no les abandonaron un solo momento desde que consumaron su nefando crimen en la ermita de la Selva negra.

Luego que muriera el anciano, víctima del furor de aquellos malvados con quienes algunas veces había compartido su frugal alimento, los pastores y algunos otros fieles quisieron conservar la ermita, tal como se hallaba en vida de Meinrad, continuando dando culto en ella a la santa imagen de la Virgen de la Ermita.

Numerosos milagros que se obraron en la antigua mansión del cenobita dieron una gran fama en todos aquellos países al nuevo santuario, yendo a establecerse allí algunos ermitaños guiados por San Bennon, de la ducal de Borgoña.

Mas tarde, otro hombre justo, San Everardo, dedicaba sus considerables bienes a la construcción en aquel mismo lugar de un hermoso monasterio del que fue él el primer abad.

Los franceses destruyeron aquella tan venerada capilla de Nuestra Señora de la Ermita; pero habiéndose salvado casi milagrosamente la estatua de la Virgen, fue colocada ésta en el año 1803 en la iglesia de Einsiedeln, sufriendo este templo importantes reformas y mejoras, merced a las cuantiosas limosnas de los devotos de María.

A pesar de hallarse situado el monasterio de Einsiedeln en un terreno estéril, cubierto con gran frecuencia por las nieves, son muchos los fieles que acuden a él en romería deseosos de adorar la milagrosa imagen de Nuestra Señora de la Ermita.

Ningún habitante católico de  Helvecia se cree dispensado de ir a visitar a la Virgen para, ponerse bajo su protección y amparo.

Desnudos sus pies muchos de los que van de los cantones más lejanos, han dejado indelebles señales de sangre en el camino árido y peñascoso de la montaña que conduce al venerado santuario.

«Queda todavía —dice un piadoso escritor— un poco del antiguo fervor de los valientes caballeros de Federico en la vieja Alemania.»

Y no son solo los sencillos campesinos y honrados montañeses de Suiza los que visitan éste célebre santuario; también acuden nobles caballeros, y no son pocas las ilustres damas que, con los pies descalzos, suben la montaña procurando merecer de este modo los favores de la Santísima Virgen.


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