LA CIUDAD DE TIBERIADES, ORIGEN DE LIBROS SAGRADOS Y DE LA KABBALAH


La ciudad de Tiberíades no data de gran antigüedad; la fundó por los años 16 de nuestra era Herodes el Tetrarca o Antipas, príncipe no menos fastuoso que su padre de igual nombre apellidado el Grande, y a este efecto eligió uno de los más fértiles territorios de Galilea, en las inmediaciones de las renombradas aguas termales de Emmaus y en la ribera del magnífico lago de Gennezareth, que desde entonces tomó la denominación de la ciudad dedicada al emperador Tiberio, de quien era el Tetrarca muy devoto.

Para construirla hubo necesidad de destruir gran número de antiguos sepulcros, y esto, al paso que atestigua la existencia en aquellos sitios de una ciudad anterior, probablemente ya destruida en aquella época, cuya necrópolis formarían, fue motivo para que los judíos mirasen con repugnancia la morada de la nueva y que Herodes, para poblarla, hubiese de llevar a ella algunas familias casi a la fuerza y de otorgar franquicias y privilegios a los extranjeros que allí se estableciesen.


Aún con estos inconvenientes su población creció rápidamente, y por esto, por su extensión, por los suntuosos monumentos grecoromanos que la embellecieron, se convirtió en capital de Galilea. Herodes residió con preferencia en su recinto, en un magnífico palacio que fue algún tiempo después saqueado y dado a las llamas.

Acaecida la muerte de este príncipe, fue la ciudad cedida por Nerón a Agrippa el Joven, y éste devolvió a la de Sephoris el título de capital que antes tuviera.

En la época del levantamiento nacional Flavio Josefo, gobernador de Galilea, se apresuró a fortificar la ciudad de Tiberíades, y para lograr que prevaleciera en ella su autoridad, tan inquieta y levantisca era su población, tuvo que emplear no poco esfuerzo. Varias sediciones se promovieron contra él que pusieron en peligro su vida, pero de todas salió con bien y con honor. En una de ellas logró apoderarse de la ciudad sin otras fuerzas que las de siete soldados y doscientos y treinta barcos vacíos que llevara de Tarichées y que dejó a alguna distancia; los sediciosos, creyendo que los tripulaban hombres armados, se sometieron y le enviaron en rehenes seiscientos senadores y dos mil habitantes.

El jefe de los amotinados, por nombre Clito, fue condenado a cortarse él mismo una mano. Esto explica como, a pesar de haber sido la ciudad convertida en imponente plaza de guerra, se apresuraron el mayor número de sus moradores, presididos por Agrippa, a arrojarse a los pies de Vespasiano así que éste se presentó al frente de las legiones.

Trajano, enviado por el general, tomó posesión de la ciudadela mientras establecía Tito su campamento en Emmaus y comenzaba la expugnación de Tarichées, adonde se habían dirigido en armas, resueltos, a no rendirse, algunos miles de hombres procedentes de Tiberíades y por lo general extranjeros.

Tomada la plaza y decididos todavía a desesperada resistencia, se refugiaron en los barcos de la playa y se hicieron mar adentro; pero Vespasiano, en buques ligeros a toda prisa construidos, envió fuerzas en su persecución, y entonces se desarrolló en el lago de Tiberíades un combate naval que fue famoso por la cruel matanza a que los romanos se entregaron: de sus enemigos no se libró ni uno solo.

El mar, dice Josefo, quedó materialmente enrojecido de sangre y cubierto de cadáveres; seis mil y quinientos hombres habían perecido, y al cabo de algunos días sus hinchados y lívidos cuerpos, flotando sobre las aguas, corrompieron el ambiente hasta el punto de infestar las comarcas ribereñas.

Los moradores de Tarichées que no pudieron seguir a sus compañeros por el lago, fueron hechos prisioneros; conducidos a Tiberíades y encerrados en el anfiteatro, los más viejos y achacosos en número de mil y doscientos fueron sin piedad pasados a cuchillo; seis mil, jóvenes y robustos, fueron enviados a Grecia a trabajar en la abertura del itsmo de Corinto, y los demás, que pasaban de treinta mil, quedaron reducidos a cautiverio.

Tomada y destruida Jerusalén por las armas de Tito, el gran Sinedrio, después de tomar una momentánea residencia en Jamnia y en Sephoris, fue a establecerse en Tiberíades, formándose entonces en esta ciudad una escuela talmúdica que adquirió en breve gran autoridad y se mantuvo por muchos años en floreciente estado. Se proponían sus maestros conservar incólumes las tradiciones nacionales, y fijando por escrito las interpretaciones más acreditadas desvirtuar de antemano aquellos comentarios que pudiesen alterar la pureza de la ley mosaica.

A Judas, apellidado Haleaclosch, esto es, el Santo, se debió la ordenada compilación de los antiguos preceptos con interpretación admitida, y su obra, que goza aún de gran crédito entre sus compatriotas, fue titulada Mischnah o segunda Ley. Es este el principal texto talmúdico, en el que sucesivamente trabajaron otros varios autores para no recibir conclusión definitiva hasta a fines del siglo II.

Pero en él no todo fue previsto ni pudo ser comprendido, y así vemos que más de un siglo después el rabino Jochanan publicó, también en Tiberíades, su complemento, que recibió el nombre de Gemara. Por grande que fuese la autoridad del autor, no fueron adoptados sus comentarios por sus correligionarios todos: los numerosos judíos diseminados por las márgenes del Eúfrates habían a su vez fundado escuelas que no cedían en erudición a la de Tiberíades ni tampoco en pretensiones, y esta rivalidad dio origen a una segunda Gemara, conocida después con la denominación de Talmud de Babilonia.

Una y otra se contradicen en muchos puntos, y de ambas conviene hacer observar que, más bien que la verdadera doctrina de los antiguos judíos conservada por medio de la tradición, contienen no pocas teorías absurdas cuando no pueriles entre excitaciones a la violencia y a la lucha.

Tiberíades había recobrado algo de su pasado esplendor y los judíos se acostumbraban a considerarla como una segunda Jerusalén. Por espacio de tres siglos fue el centro de cuantas tramas maquinaron los más animosos y constantes para reconstituir su nacionalidad e independencia, hasta que, creyendo llegada la ocasión propicia, dieron la señal de un general alzamiento. Era el alma de la conspiración el rabino Akiba, presidente del sanedrin; desde su residencia de Tiberíades manejaba éste los hilos de la vasta trama, que extendía sus ramificaciones a Palestina, a Egipto, a Cirene, a la isla de Chipre y hasta más allá del Eufrates.

Se hacía pasar por inspirado profeta, y a él fue debida la Kabbalah, interpretación mística de la ley, que mereció muy duras y justas censuras. El levantamiento con tanto trabajo organizado acabó en sangrienta catástrofe.

No dice el Evangelio si Jesucristo fue alguna vez a Tiberíades; pero como sabemos que durante su residencia en Cafarnaum y en otros puntos de Galilea recorrió con frecuencia las orillas del lago, parece que no ha de haber duda en que entraría en aquella ciudad en distintas ocasiones. La tradición antiquísima y constante la señala como el lugar donde Jesús, después de su resurrección, se manifestó por tercera vez a sus discípulos y estableció a san Pedro por cabeza de la Iglesia universal.


Cuando hubieron comido, refiere el evangelista san Juan, preguntó Jesús a Simón Pedro:

—«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»

Y él le respondió:

—«Sí, señor; tú sabes que te amo.

—Apacienta mis corderos,»

Le dijo el Salvador, y en seguida por segunda y por tercera vez, como para darle lugar a que con sus protestas de amor reparase las tres negaciones pasadas, le dirigió igual pregunta.

—«Señor, le contestó san Pedro entristecido, tú que sabes todas las cosas bien sabrás cuánto te amo.

—Apacienta mis ovejas,»

Le dijo Jesús.

La memoria de este suceso fue consagrada por un templo en la época de Constantino. Refiere san Epifanio que el conde Josefo, natural de Tiberíades, cuya conversión al cristianismo se atribuye en parte a haber hallado en el tesoro de la ciudad los Evangelios de san Juan y san Mateo y los Hechos de los Apóstoles, recibió del emperador el encargo de erigir la nueva iglesia, para la cual aprovechó con las modificaciones necesarias un antiguo y grandioso edificio que quedara sin concluir y era conocido con el nombre de Adrianeum.

El judío que enseñó el hebreo a san Jerónimo era natural de la ciudad de Tiberíades. En el siglo VI Justiniano, a quien tan grandes obras se debieron, levantó de nuevo sus murallas y restauró sus iglesias; un peregrino del siglo VIII escribe haber visitado en la ciudad varios templos, y entre ellos uno de gran magnificencia.

Cuando los persas, acaudillados por Cosroes, emprendieron su devastadora marcha hacia Jerusalén en el año de 614, los judíos de Tiberíades y de otras poblaciones de Galilea se unieron a su ejército, y a ellos principalmente se atribuyó la horrible matanza de cristianos en la toma de la ciudad santa.

Desde el siglo V al VIII hubo varios obispos en Tiberíades, hasta que, verificada la conquista musulmana, perdió la ciudad mucha de su pasada importancia. La recobró en parte cuando, libertada por los Cruzados la Tierra Santa, pasó a poder del príncipe Tancredo y vio restablecida la sede episcopal, que era sufragánea del metropolitano de Nazareth.

En el año de 1187, poco antes de la batalla de Hittin, entró Saladino en la ciudad sin hallar resistencia; la condesa de Trípoli, esposa del conde Ramón, se encerró con los hombres de armas en la ciudadela, y la defendió denodadamente hasta que la noticia de la gran catástrofe le quitó toda esperanza de victoria; entonces la rindió por capitulación.

La ciudad actual de Thabarieh sólo ocupa una quinta parte a lo sumo, hacia el norte, de la vasta área que encerraba en su recinto la de Tiberíades, cuyo nombre ha conservado. Abierta por el lado del lago, la cíñe por septentrión, poniente y mediodía una muralla construida con piedras basálticas en el año 1738 sobre la arruinada de la época latina, obra de Godofredo de Bouillon; l flanquean, a igual distancia una de otra, torres redondas unas y cuadradas otras; dos puertas franquean el paso, si bien puede penetrarse en la ciudad por las brechas que abrió el terremoto antes mencionado y que después ha ido ensanchando la mano del hombre.

La ciudadela, que fue morada del príncipe Tancredo, cuya reconstrucción, lo mismo que la del recinto murado, se atribuye al jeque Dhaher-el-Amer, forma en su parte principal un paralelogramo flanqueado por cuatro torres cilíndricas y se alza en un montecillo al noroeste de la población; abandonada en el día, los considerables edificios que de ella dependían, muy maltratados también por el último temblor de tierra, van cayendo en ruinas.

Desde las torres, donde yacen medio enterradas algunas antiguas piezas de artillería, se disfruta de un agradable panorama. Inmediata a la ciudadela se ve una bella mezquita en ruinoso estado, construida con piedras regulares y alternativamente blancas, rojizas y negras, rematada en tres cúpulas, de las que ha desaparecido la central que era la de más importancia. Un esbelto alminar la domina, y la precede un pórtico en medio del que se alza un grupo de palmeras. Todo en el actual recinto nos habla del esplendor que hubo de alcanzar la ciudad antigua; fustes de columna, magníficos sillares, robustos paredones y escombros de toda clase atestiguan su gran importancia.

En la de hoy, que tiene fama de malsana y expuesta a calenturas, vive una población que escasamente llega a cuatro mil habitantes, entre ellos unos setecientos cincuenta musulmanes.
 

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