LOS ORÍGENES DE JERUSALÉN


Jerusalén dista cincuenta y cuatro kilómetros del Mediterráneo y treinta y dos del Jordán; la meseta que le sirve de asiento está surcada por varios barrancos, y únicamente se prolonga y es accesible por el lado del norte uniéndose con el país inmediato; en todos los demás, excepto en el de Bezetha, la cercan profundos valles o cañadas, el del Cedrón o Josafat al este y el de Ben—Hinnom al oeste y al mediodía, a los que la ciudad, que aparece sola y aislada, domina con una especie de majestad. 

 
Apartada de la costa y puesta en la divisoria de las aguas entre el Mediterráneo y el Jordán, aislada entre montañas que son dominadas a su vez por otros picos más elevados, tuvo fama de ser el centro de las naciones y del mundo entero: ombligo de la tierra fue llamada, y aun hoy muestran los griegos en su capilla, en medio de la iglesia del Santo Sepulcro, el punto tenido por el central de la tierra.

La meseta que sirve de asiento a la ciudad se divide en cinco oteros o colinas diferentes, que son: al noroeste el monte Goreb, unido al Calvario; al nordeste, el monte Bezetha, a oeste y sudoeste, el monte Sión; al este, el monte Moriah; entre los dos últimos el monte Acra, y al sur del llamado Moriah se alza el que lleva el nombre de Ophel.
El valle de Tyropoaon, así denominado porque en época sin duda remotísima sería morada de pastores que tendrían allí sus queseras (barranco de los Queseros le llama Josefo), atravesaba casi por el centro y de norte a mediodía la quebrada meseta; teniendo principio al norte de la puerta que lleva hoy el nombre de Damasco, terminaba al sur en la fuente de Siloe, cerca de la cual iba a morir en el valle del Cedrón; pero antes enviaba largo ramal hacia poniente hasta el punto que ocupa la actual puerta de Jaffa, ramal que separaba la base septentrional del monte Sión de la meridional de los montes Goreb y Acra, y que en el día casi ha desaparecido por completo por efecto de las sucesivas demoliciones que han acumulado ruinas a ruinas.
Las casas de hoy descansan en los informes restos que de edad en edad han ido amontonando habitaciones anteriores, alternativamente derribadas y reconstruidas, y así es que no puede alzarse allí edificio alguno de cierta importancia sin que se abran los cimientos a gran profundidad. Lo propio ha de decirse de la rama principal del valle que pasaba entre los montes Goreb y Bezetha y después entre el monte Sión y el Moriah; para dar con el suelo primitivo hay necesidad en muchos puntos de abrir entre escombros pozos de veinticinco metros.
Otra torrentera menos importante que la anterior separaba el monte Moriah al sur del monte Bezetha al norte; corría de oeste a sudeste, y desembocaba en el torrente del Cedrón, según así lo demostraron las excavaciones del capitán inglés Warren en el año de 1867. A poca distancia de su origen había sido profundizada artificialmente para que sirviera de foso a la torre Antonia y le comunicara mayor fortaleza; más lejos, hacia el este, se abrió y construyó en su lecho, en época mucho más remota, el gran estanque conocido con el nombre de Birket—Israil; finalmente en su extremo oriental fue rellenada al sentar los cimientos del recinto del Templo en su ángulo del nordeste. 


Pero no se busquen ahora aquellas alturas y barrancos que en tiempo de los reyes de Judá tanto contribuirían al magnífico golpe de vista de sus palacios y a la fortaleza de su posición; aquí como en parte alguna han tenido cumplimiento aquellas palabras del Santo Precursor:
«Las colinas serán arrasadas y cegados los valles.»
Una ligera depresión es lo único que señala el límite entre el monte Moriah y el de Sión; la inclinación de las laderas del de Bezetha es apenas perceptible, y únicamente queda enhiesto y dominante el monte Sion. Sin embargo, los antiguos nombres permanecen, y para el observador son interesantes puntos de mira y seguros indicios para reconstruir en su imaginación los sucesivos recintos allí levantados.
Conocido el terreno en que está edificada la ciudad, es del caso decir que, merced a su elevación, disfruta de clima muy templado en medio de un país en que durante nueve meses del año se deja sentir con fuerza el calor en las tierras bajas, en las costas y sobre todo en las hondonadas del Jordán. En invierno, llegada que es la estación de las lluvias, el agua se transforma alguna vez en nieve, y entonces como un blanco sudario envuelve a la santa ciudad, en tanto que a pocas leguas, en el mismo día y a la misma hora, los vecinos de Rieha, la antigua Jericó, sienten una temperatura igual a la del verano en el mediodía de Europa y pueden bañarse impunemente en las aguas de aquel río. La nieve, empero, es rara y pasajera en la comarca de Jerusalén, y los rayos solares y los templados vientos del sur la derriten muy pronto y la convierten en riachuelos.
Los inviernos son por lo general benignos y las copiosas lluvias que durante ellos caen causan sumo regocijo a los habitantes, que de este modo llenan sus albercas y cisternas. El termómetro baja rara vez a cero, y pasada la estación lluviosa, es decir, desde mediados de abril a 15 de octubre, es el ambiente de inalterable pureza y se muestra el cielo siempre azulado, de ese azul brillante, intenso, luminoso, como sólo se goza en el mediodía de España e Italia.
Aunque el calor arrecie, puede soportarse sin gran pena a no ser los días en que sopla el aire del sur; en este caso la atmósfera se pone pesada y sofocante, y se experimenta indefinible malestar que cesa con el abrasado viento llamado por los indígenas rhamsin o siman. La última hora de la tarde y las noches son en verdad deliciosas; desde las azoteas con que rematan casas y conventos se goza, al tiempo que de agradable temperatura, de las puestas del sol más espléndidas y magníficas que es posible imaginar; y si la situación es tal que abrace la mirada la ciudad entera, las alturas de Neby—Samuil y de Chafath , el monte de los Olivos y en lontananza las grandes sierras transjordánicas, es aquel espectáculo realmente incomparable.
El sol, descendiendo hacia las montañas de Judá para ocultarse en las aguas del mar de Jaffa, ilumina con sus rayos postreros cúpulas, alminares y torres de la ciudad santa, las tres cimas del monte de los Olivos, y a lo lejos viste de púrpura los picos de la cordillera de Ammón y Moab; a medida que declina matices más suaves suceden a los encendidos colores, y después que han ido tomando tinte más violáceo y sombrío llega la noche y salen a tachonar el firmamento millones de estrellas. Espectáculo semejante, dice el erudito viajero Guerin, aunque repetido en Jerusalén durante la mayor parte del año con una pompa y esplendidez que, más que de regia, puede calificarse de divina, no cansa jamás, es siempre nuevo, y muy insensible ha de ser quien al contemplarlo no se sienta íntimamente conmovido, sobre todo si evoca en aquellos momentos los admirables destinos de la ciudad famosa.
Esto, desde la altura en que nos hemos colocado, vamos a practicar antes de traspasar su murado recinto. Con la Biblia y la historia en la mano procuraremos que pasen a nuestros ojos primero la Jerusalén cananea, luego la Jerusalén judaica, la Jerusalén cristiana, la musulmana y la latina para llegar, en fin, a la Jerusalén de hoy tal como a nuestra vista se presenta. De este modo, al visitarla, al postrarnos ante los Santos Lugares que encierra, tendremos ya la explicación de las dificultades y dudas que acerca de sus sucesivos recintos y reedificaciones pueden asaltar a quien lo haga sin esta previa preparación histórica.
Jerusalén fue fundada por e] rey Melkhisedec, quien la llamó Salém, esto es, Paz. Al tener con Abraham, dos mil años antes de Jesucristo, la entrevista referida en el Génesis, halló al patriarca en el valle de Savé ó del Rey; y como en el libro de los Reyes se designa este mismo valle del Rey como el lugar en que Absalón erigió para sí en vida un monumento cinerario, de ahí se ha deducido su identidad con el valle de Josafat o del Cedrón y la de Salém con Jerusalén. Así, por tradición constante, se ha tenido por indudable desde la antigüedad más remota.
«El primer fundador de la ciudad, ha escrito el historiador Josefo, fue un rey cananeo llamado en su lengua patria Melkhisedec (rey de la justicia), y en realidad era justo.

Fue el primer sacerdote de Dios, y después de haberle erigido un templo denominó a la ciudad Hierosalyma, de Solyma que antes se llamaba.
Sin embargo, muchos son los autores, empezando por san Jerónimo, que impugnan la etimología ideada por el historiador judaico por creer que no es natural derivar a la vez del griego y del hebreo el nombre de Jerusalén, y, opinan que éste, o sea el de Jerusalén, es un compuesto de Jebus y Salém, "visión o patrimonio de paz". Jebus fue hijo de Canaan, y los jebuseos al ocupar Salém le agregarían el nombre de su antepasado y progenitor.

Sea lo que fuere de estas oscuras versiones, ello es que cuando los hebreos, al mando de Josué, atacaron la ciudad de Jebus, se llamaba el rey que en ella imperaba Adonisedec, nombre cuyo significado (señor de justicia), idéntico al de Melkhisedec, milita igualmente en favor de la identidad entre Jerusalén y Salém , residencia del primero de dichos reyes, siendo lícito considerar uno y otro nombre como título hereditario usado por aquellos soberanos.

Aunque Adonisedec, rey de Jebus o Jerusalén, fue vencido por Josué y muerto junto con los cuatro reyes a quienes hiciera marchar contra los israelitas, no pudieron éstos hacerse dueños de la ciudad de los jebuseos. Esto no impidió que aun en vida de Josué fuese adjudicada a la tribu de Benjamín, formando uno de los confines meridionales de la misma, y poco después de acaecida la muerte de aquel caudillo cayó en poder de la tribu de Judá, la cual pasó sus moradores a cuchillo y la entregó a las llamas.

Pero los israelitas sólo pudieron expugnar la ciudad baja, sin acertar a vencer los obstáculos que para la conquista de la parte alta les opuso la fortaleza de su posición natural y de sus muros, lo cual parece indicar que ya en aquel tiempo ocupaba Jebus las dos colinas que tiempo después fueron llamadas con los nombres de Sión y Acra, aquélla asiento de la ciudad alta, y ésta de la ciudad baja.

«En un ángulo de la parte meridional de la ciudad subsiste todavía, dice M. de Saulcy, un ancho foso abierto en la peña indicando que por allí pasó el recinto murado de Jebus; la actual puerta de Jaffa o de Hebrón probablemente ocupa el lugar de una puerta jebusita; en el lado occidental, por lo agrio y escarpado, no se abriría puerta alguna, pero sí en las inmediaciones cuando no en el mismo sitio en que existe hoy la llamada de Sión.»
Se tiene además por acreditado que los vencedores no se afirmaron en su conquista, sino que, por ellos abandonada, los moradores de la ciudad alta volvieron a ocupar la baja reparando los estragos del pasado incendio, pues de algunos pasajes del libro de los Jueces se desprende que los benjaminitas no lograron expulsar de Jerusalén a los jebuseos, limitándose a habitar en medio de ellos.

Así estuvieron las cosas mientras duraron la dominación de los Jueces y el reinado de Saul; pero acaecida la muerte de éste y reducido que hubo David a su imperio las tribus todas de Israel, trató de someter a la ciudad que conservara su independencia hasta entonces.

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