LA VIRGEN DE LOS MONTES, NUESTRA SEÑORA DE CEIGNAC, SU HISTORIA Y LEYENDA.


Sobre una de las muchas colinas que se elevan en la antigua selva de Cayrac, entre los ríos  Viaur y Aveyron, se ha adorado a la Virgen María en una capillita, conocida la imagen que adorna su humilde altar por Nuestra Señora de los Montes.

Entre otros de los muchos milagros obrados por intercesión de la Madre de Dios en aquel retirado albergue, referiremos uno que hemos leído en varias historias y crónicas de la época, acaecido en el año 1150. 

 

Por él se ha hecho para siempre famosa la capilla de Nuestra Señora de Ceignac de los Montes, aunque ya su celebridad había llegado hasta los más remotos países.

Prueba de ello es la siguiente tradicional leyenda.

Había perdido la vista un palatino húngaro, y después de largos años de atroces padecimientos y de verse privado de contemplar tantas bellezas como encierra el universo, pensó en venir en romería  a la capilla donde se veneraba Nuestra Señora de Ceignac, para pedirla se doliera de su triste vida, y quisiera devolverle aquel precioso sentido que le faltaba.

Reunió cien hombres de armas, y acompañado de ellos dejó las riberas del Danubio para trasladarse a Francia.

Pero embarcados en el mar Adriático, luego de haber recorrido las costas de Italia y al entrar en el golfo de Lion, una horrible tormenta hizo naufragar a los romeros, pudiendo solo salvarse el caballero y uno de sus escuderos en una pequeña lancha con la que arribaron a la costa.

Desconsolado el ciego palatino, asistido por su leal servidor, se internó en las montañas del Languedoc, marchando en pequeñas jornadas al término de su viaje.

Cerca ya de él, preguntaron a un pobre pescador que tendía sus redes orilla del Viaur, por donde podrían llegar antes a la capilla de la Virgen.

El pescador les hizo subir sobre una gran eminencia, desde la cual se descubría el santuario y hasta se oía el alegre repiqueteo de sus campanas.

Viéndose aquel fiel creyente, que de tan lejos venia a adorar a la Virgen, próximo a satisfacer sus deseos, hincó en la misma eminencia de rodillas, y la pidió con gran fervor le permitiera llegar luego a su capilla.

Una vez que se halló en ella, hizo celebrar una misa en el altar de Nuestra Señora con gran solemnidad, y cuando iban ya a terminar las ceremonias, notando ruido de armas dentro del santuario, dirige su vista por instinto hacia la puerta, y ¡oh prodigio obrado por los cielos! ve, distingue y conoce a los peregrinos que con él se embarcaran y que creía perdidos en las profundidades del océano. 

 
Allí están en efecto sus hombres de armas, aquellos peregrinos que le acompañaran en su romería, distinguiéndose de los fieles del Languedoc por sus pellicas orientales.

¡Y él los ve, él puede contemplarlos, hieren ya los rayos del sol sus ojos tan acostumbrados a las tinieblas, y mira también a la sagrada imagen de Nuestra Señora de Ceignac, a quien no se cansa de alabar y bendecir por el gran beneficio que le dispensa en un momento, devolviéndole la vista, y los leales vasallos que le siguieran en su peregrinación!

Cuando se hubo explicado a los devotos de María el milagro que acababa de obrarse dentro de aquel tan venerado santuario, el afecto y devoción que profesaban los del país a su Señora, se avivó mas y más con aquellas pruebas que daba de su poder y clemencia, y con el agradecido caballero palatino y sus caballeros los fieles del Languedoe volvieron a tributarla solemnes cultos.

Una esbelta cruz, que se eleva en la colina desde donde distinguiera el santuario de la Virgen, ofrece a la curiosidad de las gentes piadosas y devotas de María, en caracteres góticos, la historia que acabamos de referir.


Agradecido el caballero palatino al inmenso favor que recibiera de la Virgen, no se contentó con mandar colocar aquella cruz en la colina como testimonio del milagro, sino que regaló a la capilla siete hermosas lámparas de maciza plata, y también por su orden, según algunos, se hizo un bajo relieve, que se colocó en la capilla, representando al caballero palatino y a su escudero arrodillados ante la sagrada imagen de la Reina de los cielos.

En ese mismo relieve, y en su parte superior, se leía la siguiente inscripción latina:

Ecce palatinus privatus lumine princeps, Munera magna ferens, sed meriora refert, Virginis auspiciis, divino in lumine, lumen Cernit, et exultat, dum pia perficerent Insuper et centum famulus in littore. Tractos lnvenit incolumes, dicitur indo locus.

Siempre la capilla de Nuestra Señora de los Montes ha sido tenida como uno de los monumentos religiosos mas preciados en la nación vecina.

En toda aflicción, en toda calamidad y en todo peligro, su bendito nombre se halla en los labios de los franceses, especialmente en los de los fieles del Languedoc, que por tradición recuerdan aun la consoladora historia que hemos dado a conocer en esta páginas.


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