LA MONTAÑA, EL MONASTERIO Y LOS MILAGROS DE LA VIRGEN DE GUADALUPE EN ESPAÑA


El espíritu destructor llegó, como a otras muchas partes, hasta el santuario de Guadalupe, y hoy nos hace ser narradores de una historia hermosa y brillante, pero cuyas últimas páginas son tristes y desconsoladoras.

Guadalupe es una montaña que se halla en el centro de Extremadura.

Con el mismo nombre se designó mas tarde la pequeña población que se fundó cerca del célebre Santuario. Y también se llamó del mismo modo el riachuelo que lleva su corto caudal de aguas por aquellos poéticos sitios.

Los romanos cuando imperaban en nuestra península por haber observado que habitaban gran número de feroces alimañas en el monte, le llamaron hipus, y mas tarde, cuando la invasión sarracena, los seguidores de Mahoma, llamando también del mismo modo al monte, para nombrar al rio que corre por aquellos lugares, le añadieron la palabra arábiga Guadal, (rio) de la que resultó Guadalupe.
Veamos ahora el origen del tan famoso monasterio, del cual ya nada queda mas que algún vago recuerdo de su pasado esplendor y grandeza.

Dirigía las conciencias del mundo cristiano el gran Pontífice San Gregorio.

Había conocido este en Constantinopla a San Leandro, arzobispo de Sevilla, y cuando la tiara descansó sobre sus sienes, no olvidó San Gregorio al amigo virtuoso y docto con quien tuviera tan estrechas relaciones llamándole a Roma para que le ayudase con su saber y celo, y le aconsejase con su gran prudencia en los muchos y pesados trabajos que lleva consigo la labor del Pastor de Roma.

Pensó en acudir Leandro a la antigua ciudad de los Césares, pero la herejía de Arriano causaba en España por aquel entonces tan hondas perturbaciones entre los fieles, que creyó debía dejar su viaje para otra mejor ocasión.

Deferente, sin embargo, con su ilustre compañero y respetuoso con su superior, envió en su lugar a su hermano San Isidoro que se encontraba cerca de la Santa Sede.

Cuando San Isidoro, después de haber dejado en Roma imperecedera fama de su talento y virtudes, regresaba a la península, traía consigo como prueba de la consideración y afecto del Papa hacia los dos hermanos un regalo de mucha estima, un rico presente de gran valor.

Consistía este en varias preciosas reliquias, en una obra compuesta por el mismo San Gregorio, y dedicada a San Leandro, conocida con el título de Comentarios morales sobre Job, y por último, una imagen de la Emperatriz de los cielos. Imagen milagrosa que el santo había tenido siempre en un oratorio particular.
En efecto, en una ocasión en que la ciudad de Roma se afligía por una gran calamidad, ordenó San Gregorio que se llevase en procesión por las calles, notándose con gran satisfacción de todos, que se iba retirando el aire pestilente conforme iba pasando la imagen por ellas.

Entonces fue cuando, según lo afirman varios respetables autores, apareció sobre el antiguo castillo Moles Adriani un hermoso ángel con una espada llena de sangre, que a vista de la asombrada multitud, la limpió y la envainó, dando así a entender que Dios, movido por sus plegarias, hacia cesar la peste que tan terribles daños les causaba. 


Y no habla sido este solo prodigio el que por la sagrada imagen habían obrado los cielos antes de poseerla los cristianos españoles.

A la vuelta de San Isidoro a la península, encontrándose éste en alta mar embarcado con otros muchos pasajeros, se levantó tan fuerte borrasca, que inútiles hubieran sido todos los esfuerzos de la tripulación para evitar un naufragio, si no se apiadara el Señor de los ruegos que San Isidoro y otros sacerdotes dirigían a su amorosa Madre, postrados humildemente ante su preciosa imagen, que traían a España.

Gracias, pues, a las fervientes súplicas que le hicieran aquellos santos varones, el viento calmó su furia, se apaciguaron las turbulentas ondas que amenazaban echar a pique la combatida nave, y pudo esta llegar a puerto seguro, advirtiendo todos que iban guiados por una gran claridad producida sin duda por aquella tan bendecida Estrella de los mares.

¡Cuán grande fue la alegría y gozo de los fieles cristianos cuando San lsidoro y San Leandro les presentaron aquella prodigiosa imagen!

Grandes fueron los extremos de todos para mostrar a la Virgen lo agradecidos que estaban por poder contemplar su venerada efigie.

Colocada, esta en una humilde capilla de la hermosa ciudad del Guadalquivir, la poética Sevilla, recibió así el sencillo culto y adoraciones de los primeros cristianos, hasta que rota a orillas del Guadalete la monarquía goda, invadieron los árabes toda la península, llevando por doquier con su morisco alfanje la muerte y la desolación.

Antes de que los fieros sectarios del Corán llegasen a Sevilla, como con otras muchas imágenes ya se habla hecho, varios sacerdotes y otras gentes piadosas recogieron el preciado regalo del gran San Gregorio, y con otras varias reliquias y algunas alhajas, salieron de la ciudad, y después de algunos días de marcha se hallaron en Extremadura, en donde buscaron un sitio a propósito para depositar tan estimables tesoros, ocultándolos así de la vista de los musulmanes.

Llegaron por fin aquellos devotos cristianos hasta la montaña, hoy llamada de Guadalupe, y encontrando en ella una cueva junto a un antiguo sepulcro romano, dejaron allí la venerada imagen y las demás reliquias, no dudando que llegarían para su desgraciada patria otros tiempos mas felices en los que pudiera ser adorada y bendecida como se merecía la Madre del Dios omnipotente. 


Corría el año de gracia de 1326, y reinaba en Castilla y León D. Alfonso IX.

Al llevar un día a apacentar sus ganados por las inmediaciones del rio Guadalupe un vaquero, natural de Cáceres llamado Gil, notó que se le había escapado una de sus vacas, separándose de las demás.

Tres días consecutivos estuvo el pobre pastor buscando la extraviada res sin poder encontrarla, hasta que en el último, después de haberse alejado bastante del sitio donde había dejado las otras vacas, cansado de tanto andar, quiso detenerse junto a una fuente que vio en medio de la ladera de un collado.

Deseando apagar la sed que le devoraba, se abalanzó a la fuente y bebió con ansia de sus aguas.

Luego, sentándose sobre la verde yerba que crecía en aquellos lugares, iba a descansar de sus pasadas fatigas, cuando advirtió que no a mucha distancia de él estaba tendida en tierra una vaca, que al momento conoció era la suya.

Se levantó enseguida y se acercó hasta la extraviada res.

Entonces con gran sentimiento vio que se hallaba muerta, si bien por mas que la miró detenidamente no pudo encontrar en ella lesión ni herida, por las cuales se pudiera conocer qué causa había motivado tan sensible desgracia para el pobre vaquero.

Después que se hubo lamentado amargamente de su triste suerte, para sacar algún provecho de la vaca muerta, sacó un cuchillo y se dispuso a quitarla la piel.

Grande fue el asombro y terror que experimentó el buen Gil cuando al introducir la punta de su cuchillo en la piel de la res, haciendo inadvertidamente en ella la señal de la santa cruz, la vio levantarse sana y buena como en el momento que se alejara de sus compañeras.

No atreviéndose a acercarse a la que de un modo tan maravilloso recobraba la vida, se quedó contemplándola largo rato, hasta que un nuevo prodigio vino a dejar al vaquero más y mas admirado.

La Reina de los ángeles, rodeada de gran número de éstos y de una luz hermosa y clara, que iluminó de una manera mágica aquellos sitios, descendía hasta la tierra, y dirigiendo su divina palabra al estupefacto pastor, así le dijo:

«Nada temas, buen Gil, la Madre soy del Dios todopoderoso, quien por su intercesión acaba de devolver la vida a tu res muerta. Satisfecha estoy de tu piedad sincera y de tus muchas virtudes. Por eso quiero que tu solo seas quien antes tenga conocimiento de lo que vas a oír:

Mira, añadió la Señora; ahí, en ese mismo sitio donde has encontrado a tu perdida res, escavando y retirando esas piedras encontrarás una imagen mía, que el celo y caridad de algunos de mis antiguos fieles ocultara para librarla de toda sacrílega profanación por los discípulos de Mahoma. Ha llegado ya el día de que reciba esa imagen el culto que en otro tiempo le tributaran los cristianos. Marcha, pues, a Cáceres, y después de dar cuenta de lo que has visto, di también que es mi voluntad que se edifique aquí una capilla en la que jamás desoiré las súplicas de mis fieles y devotos, y siempre me tendrán propicia para hacer descender sobre ellos desde el cielo las gracias que no sabrá negarme mi divino Hijo.

Así habló la Santísima Virgen con el asombrado pastor, que recogiendo su vaca luego que hubo desaparecido la visión, se apresuró a dar cumplimiento a las órdenes que se le dieran. 

 
No quiso Gil dirigirse en la ciudad sin ir a avisar antes a los demás pastores, sus compañeros, de la maravillosa aparición de la Madre del divino Salvador de los hombres.

Aunque el vaquero era tenido por hombre veraz y virtuoso, no hicieron caso de sus palabras y aun se atrevieron a burlarse de su candor y sencillez, pero viendo luego la señal de la cruz hecha sobre la piel de la vaca, comenzaron todos a darle crédito, y deseosos como Gil de que las autoridades eclesiásticas de Cáceres practicaran pronto las diligencias necesarias para encontrar la oculta imagen, le acompañaron hasta la ciudad en la que volvió a referir lo que le había sucedido con su res perdida y muerta, y el mandato de la Soberana de los ángeles.

Esta bondadosa Señora, que quería se prestase fe al relato de Gil, obró un nuevo prodigio restituyendo también la vida a un tierno niño, hijo del vaquero, que ya se hallaba en su casa de Cáceres en disposición de ser conducido a la tumba.

Terribles congojas sufrió el piadoso vaquero cuando desesperada su mujer salió a recibirle a la puerta de la casa, dándole cuenta a grandes voces entre amargo lloro y desgarradores gemidos de tan lamentable desgracia.

Repuesto, sin embargo, y acordándose de la misión que traía a Cáceres, recordando el milagro de la Madre del Dios omnipotente que le devolviera viva y sana a su perdida res, abrigó en su corazón una fundada esperanza, y postrándose humildemente en tierra, así exclamó elevando sus ojos al cielo:

— Oh, Virgen Santa, Madre de los afligidos; vos que de una manera tan clara y manifiesta me habéis hecho ya experimentar cuán grande es vuestro poderío, compadeceos de nosotros y devolvednos a nuestro querido hijo. Con fe os invoco, bondadosa Señora, no me desamparéis y oíd mis pobres ruegos!

Llena estaba la casa del pastor de gente que había acudido a ella a las tristes voces de su afligida esposa; también se encontraban ya en la misma los sacerdotes que habían ido en busca del cadáver, cuando el piadoso vaquero pronunció conmovido la anterior plegaria.

Acabado que hubo ésta con gran asombro y admiración de todos, se levantó el difunto niño del ataúd donde yacía, y con no mayor pasmo escucharon cuantos allí estaban reunidos, que dirigiéndose a su padre le decía:

— Padre, padre, lléveme presto al lugar donde la Virgen, por cuya intercesión con el Dios todopoderoso recobro la vida, os ha favorecido con su divina presencia para que pueda yo allí adorarla y bendecirla por el favor que la debo.

Enterados los sacerdotes de lo que el niño quería decir con sus palabras, se apresuraron a acompañar al pastor hasta las sierras de Guadalupe, y allí después de hacer varias investigaciones lograron descubrir la oculta imagen.

A pesar de haber pasado nada menos que seiscientos once años, escondida entre aquellas piedras, intacta y tan bella se hallaba como el primer día en que la trajeran de Sevilla los piadosos sacerdotes que deseaban librarla del furor de los hijos de Ismael.

Con la imagen se encontró también una relación de las causas que habían motivado su ocultación, y una campanilla de plata, que tal vez fuera allí depositada con otras alhajas.

No tardó mucho en extenderse la noticia del descubrimiento de la sagrada imagen por toda la ciudad de Cáceres, y deseosos sus vecinos de adorarla y tributarla el culto que en otro tiempo le dedicaran los cristianos, se dirigieron a la montaña guiados por aquellos que ya habían tenido la dicha de verla en el momento en que fuera encontrada por las gentes que antes siguieran al honrado vaquero.

Unánimes se hallaban todos en conducir la sagrada imagen a Cáceres, donde se expusiese en alguna iglesia a la veneración de los fieles, pero volviéndoles a referir el pastor lo que la Santísima Virgen le había dicho, conocieron que era la voluntad de la Señora permanecer en el mismo lugar donde fuera encontrada, y allí determinaron que quedase en una humilde capilla.

Se hallaba por aquel tiempo ocupado en la guerra contra los moros el monarca castellano D. Alfonso.

Los de Cáceres, que creían era un deber en ellos el darle cuenta del maravilloso descubrimiento de la Virgen de Guadalupe, así ya llamada por todos por haber estado tanto tiempo oculta en la cueva de aquellas sierras, le enviaron un mensajero que le informase de cuanto había sucedido, y pusiera en sus reales manos el manuscrito que apareciera juntamente con la imagen.

Escuchó el rey con gran interés y curiosidad al que era nuncio de tan gratas nuevas, pues bien conoció Don Alfonso que aquella aparición de la Virgen Santísima era una prueba manifiesta de la protección que dispensaría a los cristianos.

— Id, le dijo al mensajero, volveos a la ciudad y decid de mi parte a sus leales habitantes que, entretenido como estoy en esta guerra contra los enemigos de la cruz, me es imposible dirigirme allá para adorar esa preciosa imagen; pero si como lo espero, venzo luego a la infiel morisma por el poderoso apoyo de Dios y el de su divina Madre, que tantos y tantos favores nos dispensa, tendré el gusto de visitaros.

Entre tanto, los muchos milagros que obraba el Señor por la intercesión de su amorosa Madre con cuantos iban a implorar sus mercedes en la capilla de Guadalupe, hicieron que tuviese ésta una gran fama, y que concurrieran a ella hasta de muy lejanas tierras infinitos cristianos ansiosos de experimentar la benéfica influencia de Nuestra Señora.

Continuamente se veía lleno su santuario de enfermos que esperaban con fe recobrar su salud, con solo postrarse ante las divinas plantas de la adorada Virgen; de marinos que venían a pedirla buena suerte en sus peligrosos viajes, y de piadosos peregrinos que oyendo hablar de tan milagrosa imagen no querían volver a sus hogares sin antes visitarla y adorarla.

Llegó por fin un día en que, como lo prometiera, entraba triunfante el rey D. Alonso en Cáceres, y se dirigía a la humilde capilla a dar gracias a la famosa imagen de Nuestra por la victoria que acababa de alcanzar en la célebre batalla del Salado, derrotando los ejércitos de la Media luna.

Se postró reverente el monarca ante la divina presencia de la Santísima imagen, y atribuyendo solo a ella todos sus triunfos, dejó en su capilla los despojos que hiciera al enemigo.

No contento con esto declaró al santuario de real patrimonio; mandó construir una más hermosa y capaz ermita para albergar tan precioso tesoro, e hizo noble y caballero al dichoso pastor a quien se apareciera la Virgen.

El vaquero desde entonces se llamó D. Gil de Santa María, y tuvo por armas un águila herida, traspasado el pecho y un ramo de azucenas.

Poco tiempo después el mismo monarca D. Alfonso IX erigía en monasterio la ermita de Nuestra Señora, nombrando su primer prior al cardenal D. Pedro Barroso.

Esto tuvo lugar en el año 1334, y desde entonces puede decirse que data la fecha del gran esplendor y riqueza de aquel famoso santuario.

Con los privilegios que se concedían a los que edificaban alrededor del santuario, fueron muchas las personas que habitaron aquellos lugares, fundándose en breve una población numerosa y rica.

D. Enrique, el hijo bastardo de Alfonso IX, Don Juan I y todos los sucesores de este ilustre monarca, parece que se complacían en dispensar continuamente infinitas prerrogativas al nuevo monasterio.
Por desgracia para este, no satisfecho un día el prior Don Juan Serrano de la conducta de los sacerdotes que lo habitaban, disgustado de ver lo desobedientes que eran para todos sus mandatos, y lo apegados que se encontraban a las cosas terrenas, quiso cortar de raíz el mal que tan perniciosos frutos pudiera producir en lo sucesivo, pidiendo al rey la abolición del instituto, como se llevó a efecto por D. Juan I, quien al mismo tiempo le facultaba para que eligiera a su gusto, entre las órdenes religiosas que entonces había en el mundo católico, una que se encargara de cuidar del culto de Nuestra Señora, y pasase a recoger la herencia que dejaban los que antes habitaran en el monasterio.

Hacia poco tiempo que se había fundado en España la orden de los Jerónimos y la fama de sus virtudes se extendía ya por todo el mundo cristiano.

Llamó, pues, el prior Serrano a los nuevos religiosos, y en número de treinta se instalaron estos en las antiguas viviendas de los desmoralizados capellanes bajo la dirección del piadoso Fray Fernando Yáñez.

Muchos fueron también los privilegios y franquicias que concedió el monarca castellano a los nuevos huéspedes de Guadalupe, y siempre creciendo, siempre amentando la devoción a Nuestra Señora, llegó su monasterio a tal grado de esplendor y magnificencia, que se queda uno verdaderamente asombrado cuando tiene ocasión de ver tantas regalías, tantos privilegios, tantos donativos, tanta generosidad, en fin, como tienen los reyes y poderosos de la tierra para aquel venerado santuario.

No podemos resistir al deseo de apuntar, aunque brevemente, entresacándolos de varias obras que se ocupan de la riqueza del célebre monasterio, las siguientes rentas y donativos que anualmente recibía.

- Las minas de Almadén contribuían con trescientas fanegas de sal y dos arrobas de azogue.

- Los Excmos. Sres. Duques de Medina Sidonia con diez docenas de atunes escogidos y abundante sal para salarlos de sus almadrabas de Zahara y Conil, con la particularidad de que tenían los religiosos en su poder un despacho del rey D. Carlos II, en el que se hacía libre de derechos la ofrenda o donativo de estos atunes, si bien no habían de pasar del citado número.

- De la isla de Madera llegaban al convento ciento cincuenta arrobas de azúcar, dieciséis arrates de canela, dieciséis de clavo, dieciséis de jengibre, dos arrobas de pimiento y una de incienso.

- Los duques de Fernán Núñez, enviaban también una gran cantidad de dinero y veinticinco cirios de cera blanca dorados y plateados.

El piadoso peregrino que venia a visitar a Nuestra Señora, se quedaba pasmado de admiración, al observar el lujo y riqueza con que estaba adornado el célebre santuario.

Hermosas lámparas de oro y plata alumbraban en gran número el precioso tabernáculo donde se halla la sagrada imagen de María. Entre ellas estaba la que regaló el monarca D. Felipe II, cuando puede decirse que sanó milagrosamente de una cruel enfermedad su hijo D. Carlos.

También regaló el rey Prudente, así era apellidado el monarca antes citado, un magnífico fanal de original y rara hechura que había sido despojo de la galera capitana del Gran Bajá, cuando consiguió su hermano el célebre D. Juan de Austria tan famosa victoria en las aguas de Lepanto.

La bellísima custodia donde se guardaba el Santísimo Sacramento, objeto de gran valor y de mucho mérito artístico, era asimismo dádiva de Felipe II.

Siempre estaba recibiendo la venerable Señora joyas y alhajas, que en prueba del gran afecto que le profesaban, las mandaban al monasterio ilustres príncipes y nobles y poderosos señores, o iban ellos mismos en romería a depositarlas en el altar de la Virgen.

Tenia tantos preciosos mantos que solo la riqueza de los mismos era de un valor incalculable.

Debajo del trono donde descansaba Nuestra Señora, era costumbre el colocar los retratos de aquellas personas que le hacían algún voto. Estos retratos por lo general eran de poderosos monarcas y príncipes.

Los de mayor importancia y de mas riqueza eran los del emperador D. Fernando, rey además de Bohemia y Hungría, el de su esposa, el de la emperatriz Doña María, mujer de Maximiliano II y los de sus doce hijos.

Es imposible detenernos en las preciosidades artísticas que adornaban el templo como sepulcros, capillas y altares, nunca acabaríamos de describir tantas bellezas y tantas maravillas del arte y el ingenio.

Daremos, sin embargo, una vuelta por la iglesia y os daremos ti conocer muy a la ligera toda la suntuosidad y magnificencia de la misma.

A la entrada tropezamos con una hermosa capilla donde se administraba al pueblo el sacramento de la Eucaristía.

En esta capilla se hallaba el precioso sepulcro gótico donde descansaban los restos mortales de D. Alfonso de Velasco, presidente del Real Consejo, descendiente de los ilustres condestables de Castilla, y los de su mujer Doña Isabel de Cuadros.

Penetrando ahora en el templo, después de subir cuarenta gradas, y dirigiéndonos por una de sus hermosas naves, leeremos en varias lápidas nombres famosos ilustres de varias personas que al morir quisieron descansar con sus cuerpos cerca de la Virgen a quien tanta devoción habían profesado durante su vida.

Allí yacen el célebre jurisconsulto, el licenciado Gregorio López, el maestro Juan Alonso, bajo cuya dirección se hicieron las obras del templo.

Antes de pasar mas adelante observaremos cuán preciosa es la pila bautismal de esta iglesia fundada en tiempo del primer prior del monasterio.

Su significación metafórica y sus bellezas artísticas llamaban grandemente la atención de todos cuantos visitaban el magnifico templo de Nuestra Señora de Guadalupe.
Tenia este de largo ciento ochenta pies, noventa de ancho y setenta y cinco de elevación.

El crucero se hallaba interceptado por una suntuosa verja en cuyo remate se ostentaban varias figuras y adornos de bastante mérito.

El altar mayor, obra del escultor Giraldo de Merlo o invención de Juan Gómez de Mora, constaba de cuatro cuerpos con ocho columnas de orden corintio, en cada uno de los tres, y cuatro en el último.

Su tabernáculo es de figura octogonal, se hallaba adornado con doce figuras que representan a los doce apóstoles, y dentro de este tabernáculo había otro de acero con preciosos embutidos de oro y plata. Encima de un frontispicio se veía un hermoso crucifijo de marfil, obra de Miguel Angel.

Mas abajo, en una concha gótica esmaltada con oro y colores vivos, estaba la mas rica perla de los cielos, la Santísima Virgen María.

Todo el retablo fue en su principio de plata, pero necesitando fondos D. Juan I para la guerra que declaró este rey a Portugal, se deshizo para suministrarle material, construyendo mas tarde el famoso dominico Graso otro nuevo, cuyo coste ascendió a dieciséis mil ducados al contar lo que costaron los materiales.

Las pinturas que había en los intercolumnios del retablo eran debidas a los diestros y hábiles pinceles de Vicente Carducho y Eugenio Cajés.

Todas las paredes del presbiterio se hallaban adornadas de ricos mármoles en los que habían trabajado artistas tan afamados como el genovés Seméria y el suizo Abril.

A ambos lados del altar mayor se levantaban dos hermosos sepulcros.

En el del Evangelio yacía el exánime cuerpo de Don Enrique IV de Castilla, en el de la Epístola estaba depositado el de su madre la reina Doña María.

Visitando luego la rotonda de Santa Catalina, se volvían a ver dos obras de Giraldo Merlo en dos preciosos altares que allí había.

También aquí se observaban varios sepulcros en los que se hallaban depositados los restos mortales de Don Dionisio de Portugal y de Doña Juana, su esposa, hija del rey D. Enrique de Castilla. Ambos esposos estaban representados en dos grandes figuras de bulto.

Digna era de visitarse con especial cuidado la bonita capilla llamada del Panteón. Era ochavada y tenia siete altares. Por una escalinata de la capilla, se bajaba a una especie de oscuro pasadizo, en cuyo término, que estaba debajo del altar de Nuestra Señora, había querido que se enterrase su cuerpo en un magnifico sepulcro la duquesa de Arcos, especial devota de la Virgen y protectora del santuario.

Donde la admiración del que visitaba este suntuoso templo llegaba a su colmo, era en el camarín de la Virgen.

Se subía a este por una preciosa y magnifica escalera de cuarenta y dos gradas cada nivel, de una pieza de jaspe sanguíneo, con una elegante barandilla de bronce.

Cuando se llegaba arriba al tocador, bien podemos llamarle así, de la Soberana de los ángeles, la vista se ofuscaba con tanta preciosidad, con tantas riquezas, con tanto lujo como allí había.

Hermosas pilastras de cristal, bellísimas molduras y adornos, pinturas de gran mérito de Jordan y Zurbarán, todo grande, todo precioso, todo bello y magnifico como bella y magnifica es la Señora a quien estaba dedicado.

Allí en aquella mágica estancia se podían admirar el trono de plata, regalo del Sr. marqués de Monasterio, sobre el cual estaba colocada la sagrada imagen; los dos grandes ángeles de plata que hay a sus pies, regalo del conde de Alcaudete, y un precioso cuadro de la Anunciación ejecutado por el pincel del célebre Leonardo.

Allí también se enseñaban a los piadosos viajeros y peregrinos dos mesitas de metal engranadas de filamentos de oro y un cofrecito de mármol y concha, regalo todo de Felipe II.

Encima del camarín de la Virgen habla otra pequeña  sala donde se guardaban las joyas y alhajas.

"Los trastornos vandálicos de siglos pasados, dice un conocido escritor al ocuparse de este asunto, pueden dar cuenta de las preciosidades nunca vistas que contenía aquella estancia, mas famosa que la gruta de las mil y una noches, donde las perlas y rubíes se cogían a celemines, y que la cueva de Monte-Cristo, donde Edmundo se bañaba en una balsa de oro."

Y no es en verdad extraño, que fuese tan grande la generosidad de los ilustres devotos de Nuestra Señora de Guadalupe, si se atiende a los numerosos portentos y prodigios que el Señor Todopoderoso ha obrado siempre por intercesión de su Madre amantísima.

Sería interminable esta labor, con solo referir los milagros que se han verificado por el divino influjo de Nuestra Señora.

Los hierros y cadenas que adornaban las paredes de algunas capillas de su templo, bien claro decían, bien elocuentemente mostraban la poderosa protección de la Virgen para los que con fe la invocaban cautivos de los impíos musulmanes.

¡Cuántas veces gimiendo un cristiano en las húmedas, mazmorras de Argel, o de otras poblaciones de los infieles, se acordaba de implorar el auxilio divino de la venerada Señora y se veía al momento libre de sus prisiones!

¡Cuántas veces angustiado el corazón de una madre con la enfermedad de algún hijo, rezaba a la Señora que se compadeciese de su dolor y le devolvía a su hijo sano y bueno!

¡Cuántas veces, en lo mas crudo y terrible de la tormenta, cuando las turbulentas olas del océano amenazaban tragar en sus profundos abismos a una débil embarcación, levantaban los marinos sus ojos al cielo, y sabiendo cuán clemente y misericordiosa es la amorosa Madre de los cristianos, suplicándola su protección y amparo, la estrella de los mares, los ha llevado a puerto seguro!

Por eso era tan grande el número de peregrinos que acudían al monasterio de Guadalupe, ya a visitar y adorar su prodigiosa imagen, ya a darla gracias por algún favor recibido por su intercesión con Dios, ya a dar cumplimiento a un voto o promesa, ya a postrarse reverentes ante la Emperatriz de los cielos, rindiéndola homenaje de amor y de cariño.

Poco o nada resta ya de tanta grandeza, de tanto esplendor. Aquel famoso monasterio, el hospital que había junto al mismo para socorrer en sus enfermedades a los necesitados, el seminario donde aprendían la gramática cuarenta jóvenes mantenidos por los religiosos, la hospedería en la que encontraban tan caritativo trato los peregrinos y viajeros que llegaban a Guadalupe, la magnífica casa llamada de los Palacios, a la que iban a parar los ilustres romeros de la Virgen, aquellas grandes villas, los extensos olivares y pinares, las hermosas huertas y las dehesas, los molinos harineros, fábricas de paños, sierra de agua, y tanta y tanta riqueza como había en aquellos lugares donde se le apareciera al honrado vaquero de Cáceres la Santísima Virgen, casi todo ha sido destruido o trasformado completamente.

Actualmente el Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe,  siendo una de las obras cumbres del gótico mudéjar no sólo en Extremadura sino de toda España, además de importantísimo santuario mariano de la Cristiandad, fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en el año 1993. 
 

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