EL MAR DE TIBERIADES


«El mar de Tiberíades, dice M. Bourassé, no se parece en nada a los lagos alpinos; es el inmenso cráter de un volcán lleno de agua, formando sus márgenes hendidas y quemadas rocas.»
De ovalada figura mide a lo largo de norte a sur veintiún kilómetros, siendo de doce su mayor anchura; por este y oeste lo limitan elevadas colinas, y esto y la profunda depresión de su superficie respecto el nivel mediterráneo, depresión que está calculada en ciento y noventa metros, hacen que reine allí alta temperatura. 

 
El Jordán lo atraviesa en toda su extensión, como que penetra en él por el centro de su arco septentrional y sale por el lado sudoeste de su extremo meridional.
En sus aguas claras y límpidas se crían infinitos peces, entre ellos especies que sólo en el Nilo se encuentran, y cuando en su cristal se retrata el azul del cielo y centellean a los rayos del sol, se ven como un brillante espejo que deslumbra y encanta a la vez.
Se tiñen, llegada la tarde, de hermosos y purpúreos colores que van perdiendo su intensidad a proporción que el sol se acerca al horizonte y se esconde detrás de las inmediatas montañas, y por la noche, cuando tachonan las estrellas la bóveda del firmamento, rielan con sus vívidos o lánguidos destellos.
Entonces el hermoso mar de Galilea, al cual no puede otro alguno compararse por los sublimes recuerdos que despierta, queda envuelto como por un misterioso y diáfano velo, y mostrándose en todo el esplendor de su majestad, inspira indefectiblemente a quien lo contempla íntima y religiosa melancolía.
Entonces, en el profundo recogimiento que nos embarga, en el solemne sosiego en que reposa la naturaleza, parece, en efecto, que surgen del sepulcro con sus memorias imperecederas los tiempos ya pasados, y que la barca de Jesús y sus discípulos surca aún el lago en todas direcciones.
Vemos las ondas, tan pronto tranquilas y tersas como un cristal, o bien agitadas y tempestuosas, y el esquife del Salvador corre más de una vez el peligro de zozobrar con gran espanto de los apóstoles, cuando una palabra, un gesto solo del Mesías, por un instante adormitado, refrena y calma la furia de las olas que reconocen luego en él al supremo ordenador del universo.
"Entrando él en un barco, dice el evangélico relato, siguieron sus discípulos. A poco sobrevino gran tempestad en la mar, de modo que las olas cubrían la navecilla, mas él dormía. Angustiados los discípulos le despertaron clamando:
—Sálvanos, Señor, que perecemos.
Y Jesús les dijo:
—Hombres de poca fe, ¿por qué teméis?
Y levantándose, al punto mandó a los vientos y a la mar y siguió gran bonanza.
—¿Quién es éste a quien los vientos y la mar obedecen? decían maravillados cuantos presenciaron el suceso.»
Otras veces las aguas del lago ofrecen a las divinas plantas del Redentor sólido pavimento, y por su unida superficie anda cual en tierra firme. 

 
«A la cuarta vigilia de la noche (casi al rayar del alba), mientras la barca con los discípulos permanecía en medio del lago, combatida de las ondas y los contrarios vientos, Jesús fué hacia ellos andando sobre las aguas. A la vista de tal prodigio se turbaron, y creyendo ser fantasma comenzaron a dar voces.
—Yo soy, les dijo Jesús, no temáis.
A lo que contestó Pedro:
—Señor, si tú eres, mándame venir a tí sobre las aguas.
—Ven, le dijo Jesús, y bajando Pedro del barco andaba también sobre el agua acercándose  a su Maestro hasta que, arreciando el viento, tuvo miedo y comenzó a hundirse.

—Valedme, Señor, exclamó.

 Y Jesús extendiendo la mano, lo sujetó y le dijo:

—Hombre de poca fe, ¿porqué dudaste?.

A la voz de Jesús se precipitan los peces y se amontonan en las redes de Simón Pedro, de Santiago y Juan, que durante toda la noche habían estado trabajando en balde y logran entonces una milagrosa pesca.

No hay sitio en aquellas orillas que el Salvador no consagrase con sus enseñanzas, beneficios y milagros.
 
Allí, aparece siempre ante los ojos viviente y celestial la figura de Jesús que un día brillara en este lago y sus contornos y parece iluminarlos todavía con inmortales esplendores.

Un día en que por aquella ribera andaba, dice el evangelio de san Mateo:

«Vio a dos hermanos, Simón, que es llamado Pedro, y Andrés que, como pescadores que eran, echaban la red al mar, y les dijo:

—Venid en pos de mí, y haré de vosotros pescadores de hombres.

—Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron.»

Más lejos «halló a otros dos hermanos Santiago y Juan en un barco con Zebedeo, su padre, que estaban remendando sus redes; los llamó, y también ellos, dejadas al punto las redes y el padre, se fueron con él.»

De estas playas salieron, pues, varios de los futuros conquistadores del mundo; uno de los míseros pescadores de este lago fijará en Roma su humilde solio que reemplazará al soberbio trono de los Césares.

En otra ocasión, siendo muy numeroso el gentío, entró Jesús en el barco de Pedro y le mandó apartarse algo de la orilla, para que mejor le vieran y oyeran; desde allí dirigió su voz a la multitud comunicándole divinas lecciones como viva imagen de lo que había de repetirse en toda la serie de los siglos: Jesucristo hablando y enseñando desde la barca del pescador.

No parece sino que alrededor de este privilegiado lago se complugo el Salvador en multiplicar sus milagros y enseñanzas; allí curó a gran número de enfermos; allí, al escriba que quería seguirle, dijo aquellas palabras:

—Las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del hombre no tiene en donde recostar la cabeza.

A uno que, antes de acompañarle, quería dar sepultura a su padre, le dice:

—Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos.

Aquel mar era, en efecto según escribe el abad Mislin, el mar de Jesús, y éste mostraba por él predilección especial.

En la antigüedad llevó el nombre de Kinneret ó Kinnerot, denominación que debía a su configuración semejante a un laud (kinnor); en la época de los Macabeos recibió el de Gennezar o Gennezareih, del que tenía el llano situado en su confín del noroeste; después tomó y conserva aún el de la inmediata ciudad dedicada a Tiberio.

Su mayor profundidad es de cincuenta metros, y a poca distancia de su ribera septentrional comienza la depresión del valle del Jordán. Sus orillas se cubren en primavera de silvestre vegetación, y como los collados que lo rodean no son muy escarpados ni tienen gran altura, no ofrece el paisaje el agreste carácter de la región del mar Muerto, antes bien se complace el ánimo en su aspecto risueño y sosegado, al que contribuyen las bandadas de avecillas que revolotean por la maleza.


Hubo un tiempo, según sabemos por el Nuevo Testamento, en que numerosos barquichuelos surcaban el lago, cuyas márgenes albergaban a infinitos pescadores: hoy en una costa que, pudo proporcionar a Josefo doscientas y treinta barcas y suficientes materiales a Vespasiano para la construcción de una flotilla, no pasan de dos o tres las barcas que salen al mar, y apenas se ve alguna que otra red puesta a secar entre las ruinas.

Bello en verdad había de mostrarse cuando quince ciudades se agrupaban a su alrededor y le formaban como viviente corona en su vega sombreada por toda clase de árboles y plantas.

«La tierra que rodea el lago de Gennezareth y lleva el propio nombre, dice Josefo, es admirable por su ferocidad y por la gran variedad de sus frutos. En ella vive hasta el nogal, árbol de los países fríos; higueras y olivos, amantes de los climas templados, adquieren allí gran crecimiento, y no hay que decir si prosperarán los necesitados de calor, como las palmas. Diríase que la naturaleza, en fuerza de su amor por esta hermosa comarca, se complace en reunir en ella los productos más diferentes, y no sólo hace que den excelentes frutos sino que duren como no sucede en otra parte alguna; uvas e higos se comen aquí durante seis meses y otra fruta todo el año.»

En el día, excepto las cañas y adelfas que se crían en la playa, y algunos grupos de palmeras entre las ruinas de Tiberíades, nada más queda de tanta riqueza.

El agua del lago, que no está libre de borrascas cuando el huracán atraviesa el valle, es clara y potable, aunque con cierto sabor salobre, su temperatura es más elevada que la del Jordán, y aquellos naturales la refrescan dejándola expuesta al aire en vasijas porosas, exactamente como lo practicaban hace dos mil años, según sabemos por el historiador Josefo.

En el lago desaguan varios manantiales de aguas calientes, y constantemente se alzan blancos vapores de su superficie.

En los tiempos evangélicos lo rodeaban, en efecto, varias ciudades y villas florecientes, de las cuales Tiberíades y Magdala son las únicas que se conservan en pie; las demás, como Bethsaida, Capharnaum, Corazain, Emmaus, Tarichées, Hippos, Gamala y Gerasa no son otra cosa que confusos montones de escombros apenas perceptibles.

Tiberíades, era entre todas la de mayor importancia. Al llegar a sus inmediaciones llama la atención el ruinoso estado de sus muros, surcados por profundas grietas:

En 1.° de Enero de 1837 un terremoto destruyó gran parte de la ciudad y muchos habitantes perdieron la vida entre sus casas desplomadas. Fueron tales la violencia y la duración de las oscilaciones que las murallas se agrietaron y cayeron en diferentes puntos. Lo que en Oriente se arruina, tarda mucho en ser reparado, si alguna vez se repara, y Tiberíades ofrece aún hoy el aspecto de la desolación. Los terremotos han sido frecuentes en la Tierra Santa, y la historia ha conservado la fecha de muchos de estos terribles fenómenos en Siria: el día 30 de octubre de 1759, Tiberíades quedó casi destruida por completo; en 20 de mayo de 1802 y en agosto de 1822 las ciudades situadas en la ribera mediterránea y en los valles del Líbano y Galilea experimentaron violentas sacudidas, y en la última de estas fechas Alepo vio desplomados gran parte de sus edificios.

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