NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED Y SAN PEDRO NOLASCO, HISTORIA DE UN MILAGRO PARA RESCATAR CAUTIVOS


La traición del conde D. Julián había abierto a los musulmanes las puertas de la península, en la que debían dominar por espacio de ocho siglos.

D. Rodrigo había sido víctima de los invasores en la sangrienta batalla del Guadalete, o había huido a esconder su desesperación y vergüenza en los más apartados montes.

Habiendo pasado el Estrecho, posesionados de la antigua Heraclea, hoy Gibraltar, y después conquistando rápidamente el resto de la península, los soldados que vinieran del África capitaneados por Tarik y Muza, no molestados por los cristianos que tardaron algún tiempo en rehacerse para poder hostilizarles, se entregaron con toda la voluptuosidad de su vida árabe, a los nuevos goces y placeres con que les brindaba el país tan hermoso que acababan de conquistar.


Fieros y casi salvajes en la pelea, luego que se vieron señores de nuestra España, no pensaron más que en apurar la copa del placer en alegres zambras y fastuosas fiestas y banquetes.

Cuando el ruido de las dulzainas, cuando las notas del berberisco laúd, con música voluptuosa, recreaba en el harem al señor que en él pasaba los días descansando de las pasadas refriegas, llegaba también a oídos del arrayaz musulmán, el triste gemido de algún desgraciado cautivo que lloraba en su mazmorra la pérdida de la independencia de su patria y la de su querida libertad.

Tal vez, al ser aprisionado en aquel calabozo, tenia una fiel esposa que esperará en vano al valiente caballero que fuera al combate por su religión y por su patria.

Tal vez, el que ahora turba con sus tristes gemidos el harem donde se recrea su señor y su dueño, tenia también un hogar donde albergarse después de la pelea, y una familia con quien compartir las tristezas y alegrías de la vida.

Tal vez, el que ahora llora cautivo lejos de sus padres y hermanos, haya de sufrir mañana los rigores de su suerte ocupado con otros, tan desgraciados como él, en mil penosos trabajos.

Si ayer tenía una casa en la que encontraba en su Capitán árabe mesa el sustento y en su lecho el descanso, hoy se ve aherrojado en inmunda mazmorra, sin otro alimento que un pequeño pedazo de pan y un poco de agua, sin otro lecho que algunas pajas o la dura piedra.

Si ayer tenia a su lado a su esposa que con cariño le oía contar sus penas, hoy el alfanje del cruel musulmán vendrá a caer sobre su cabeza si osa quejarse de sus desventuras.

Si ayer se veía libre en medio de una naturaleza rica y lozana, hoy sujeto al grillete de una férrea cadena, apenas los rayos del astro del día se atreverán a pasar por las rejas de su prisión.

Si por fortuna posee riquezas, aun puede alimentar algunas esperanzas de verse lejos de los infieles, y libre de su trato cruel y bárbaro.

La avaricia del discípulo del Corán es insaciable, y soltará al cautivo por un puñado de oro.

Triste aquel que no cuente mas que con su espada, con la que salió a la pelea a combatir a los invasores, que arrebatándosela de sus manos cautivo vivirá toda su vida, y ni aun tendrá el consuelo de exhalar su último suspiro en brazos de una amante esposa, de un cariñoso hijo, de sus queridos padres o de sus entrañables hermanos.

Y si triste es la suerte del soldado cautivo, cuán desventurada no será la de la hermosa doncella, que al saquear una ciudad la ha arrebatado en sus impuros brazos el musulmán, tal vez para arrojarla en su harem, donde sea su honor mancillado, donde tal vez pierda su virtud, al comunicarse con aquellas otras desgraciadas criaturas que están allí para saciar el lujurioso apetito del lascivo hijo de Mahoma.

 
Triste, si, y desgraciada era la suerte de aquellos cristianos que caían en poder de los árabes, que si no le daban por la preciosa libertad todo el oro que valieran las pocas posesiones y haciendas que les quedaban, eran destinados a aquellas horribles mazmorras donde tantos tormentos sufrían, y donde con tanto rigor eran tratados por sus crueles señores.

Y no era esto, en verdad, lo peor, sino que acosados por sus verdugos, no teniendo valor suficiente para padecer tantos martirios renegaban de su Dios, abandonaban su religión, abrazando las falsas doctrinas de Corán por verse libres de sus cadenas y del duro trato que les daban los musulmanes.

Esto se verificaba tal como lo referimos en las ciudades que conquistaron los árabes en nuestra hermosa península; tenía lugar del mismo modo y aun eran tratados con mas rigor los cautivos cristianos en las ciudades de Túnez, Argel y otras del imperio africano. 


 
Cuando experimentaban tan terribles pruebas en tan desgraciados tiempos para los hijos de la cruz, vino al mundo el gran San Pedro Nolasco, a quien tantos favores debieron los pobres cautivos de los bárbaros sarracenos.

Pedro Nolasco era francés, había nacido en el país de Lauregais, en el obispado de San Papoul, a una legua de Caitel-nau-Davri en el año 1189.

Como la mayor parte de los santos que veneramos en los altares, desde muy niño se distinguió ya por su acendrada piedad, y mucha virtud.

Teniendo fuertemente arraigada en su corazón aquella semilla de caridad que tan saludables frutos había de dar con el tiempo, cuando contaba con pocos años, daba todo cuanto tenia a los pobres, deseando probar así a la Virgen Santísima el gran afecto que la tenia, la sincera devoción que la profesaba.

Como hijo de una ilustre familia, habla oído contar a algunos de sus parientes que fueran a las guerras contra los infieles, las privaciones y duro trato que sufrían los cautivos cristianos.

Oyó también muchas veces que podían desesperar los cautivos de mejor suerte, si no poseían riquezas con que pagar su rescate a los infieles, y un pensamiento noble y generoso brotó en la mente del joven Nolasco, que pronto para bien de la humanidad había de realizarse.

Cuando pudo disponer de sus bienes, pensó en emplearlos en pagar el rescate de algunos cautivos, ya que este era su mayor deseo, y cuando vio que sus muchos bienes no eran suficientes ni bastaban para contentar su ilimitada caridad, creyó que había ya llegado el momento de realizar la obra que tanto le preocupaba.

Habló a otras piadosas personas, les manifestó que se habían agotado sus recursos para poder continuar rescatando cautivos, y que creía que debiendo hacer cuanto se pudiera por el amor y fraternidad que hacia todos los hombres nos recomienda nuestro divino Maestro, no titubearían en asociarse con él, para implorar la caridad pública, invirtiendo las cantidades que fuesen recaudando en la redención de cautivos; obra, añadió, que seria muy aceptable a los ojos del Señor y de su Madre la Santísima Virgen María.

Aprobaron muchos de sus compañeros la idea que les proponía, y se formó inmediatamente una piadosa congregación, que puesta bajo la protección de la Virgen, se dedicó a redimir con las limosnas que recogían, a los pobres cristianos que gemían en las mazmorras de los bárbaros africanos.

De la misma manera que los han experimentado todos los grandes hombres, no dejó de hallar algunos obstáculos el caritativo Nolasco para que pudiera sostenerse esta congregación que fue muy duramente atacada por sus enemigos.

Pero la Virgen amorosa, bajo cuya protección había puesto Pedro su noble empresa, se propuso hacerle ver que agradecía sus sacrificios, sacando a salvo a la nueva congregación de cuantas contrariedades le oponían sus contrarios.

Era una noche de verano del año 1218.

Retirado Nolasco en un humilde aposento, se hallaba sumido su espíritu en tristes reflexiones sobre los trabajos que soportaban en Argel y Túnez tantos infelices cautivos.

Muchos habían podido abandonar aquellas lejanas tierras y habían venido a su patria, gracias a la generosidad de Nolasco, pero ¿qué significaba este corto número de redimidos cristianos para Pedro, que vela con su imaginación llenos los calabozos y prisiones de los árabes?

Angustiado su corazón, afligida su alma, copiosas lágrimas corrieron por sus mejillas, y dirigiéndose a la Virgen santísima se humilló en tierra, levantó sus brazos hacia el cielo, y con fervoroso acento, así exclamó entusiasmado:

— ¡Oh, amorosa Madre de los cristianos! oh, Soberana Señora de los cielos! Vos que os hallasteis junto a Jesucristo en los tristes días de su pasión y muerte; Vos, que fuisteis testigo de todos los horribles padecimientos que sufrió el Hijo del Eterno Padre, por salvar al ingrato pecador; Vos, que toda dulzura y piedad dejasteis que traspasaran vuestro sacratísimo corazón las agudas espadas del dolor, os ruego por vuestro amante Hijo, que oigáis mis pobres súplicas y me concedáis lo que os pido.
Víctimas del furor de los enemigos de nuestra santa religión, yacen en horribles mazmorras, allá en el suelo africano, numerosos cristianos que morirán entre los crueles tormentos que les dan sus fieros verdugos, si pronto no acudís, oh amorosa Virgen, en su auxilio.

Oíd, oíd los gemidos de esos infelices cautivos, ayúdeme vuestro celestial favor para que pueda sacarlos de tan dura esclavitud y arrojarlos en brazos de sus desconsoladas familias.
¡Oh, Virgen santa! ¿no ha de moveros a lástima el llanto de la hermosa doncella que entre aquellos bárbaros infieles se ve expuesta a perder su tan preciado honor?...

No habéis de oír con misericordia el triste lloro del gentil mancebo, que lejos de su patria, ausente de sus padres y hermanos, suspira por verse ausente del cariño de personas que le son tan queridas?...


Nada logrará la esposa amante, arrebatada de los brazos de su marido, con la plegaria ardiente que sin cesar os dirige para que la volváis a ellos, y pueda estrechar en su seno a sus tiernos hijos?

No ha de conmoveros la profunda tristeza del anciano, la desesperación del esposo, que nunca, tal vez se reúna con su amada esposa, del desamparado niño que os pide le devolváis sus padres?

Oh, divina Señora de los cielos, que tan alto influjo tenéis con El que es, al par que omnipotente, infinitamente misericordioso; doleos de tantas desgracias, enjugad las lágrimas de los infelices cautivos....


Hubiera continuado Pedro con sus plegarias y sus súplicas a la Madre amorosa de los cristianos, si de pronto no hubiera reparado que su aposento se llenaba de celestiales armonías, que le dejaron por un momento arrobado en dulce éxtasis, del que lo sacó la Reina de los ángeles, apareciéndosele y entablando con él el siguiente consolador diálogo:

— He oído, Pedro tus ruegos; he visto con gusto cuanto te interesas por la suerte de esos infelices hijos míos, que quiere probarles el Señor en medio de las penas y martirios que sufren en poder de los infieles.

Si, con agrado veo tu ardiente y ansiosa caridad de que se realicen los buenos deseos que tienes respecto a los pobres cautivos, yo te recomiendo que fundes una nueva orden religiosa bajo el titulo de la Merced, cuyo principal objeto sea la redención de cautivos y el alivio de los pobres cristianos que caigan bajo el yugo del infiel sarraceno.
— ¿Podré Virgen Santa, —dijo Nolasco— realizar tan colosal empresa; quién soy yo para llegar a conseguir lo que es objeto de todas mis ansias?

— Contando con mi protección, nada temas, le interrumpió la Virgen.

— Ella me auxilie —exclamó Pedro.

Desapareció la santísima Virgen, y deseoso de empezar tan piadosa obra que le acabara de recomendar la celestial Señora, se fue inmediatamente a darle cuenta de la aparición que había tenido a su confesor Raimundo de Peñafort.

No fue pequeña la sorpresa del piadoso Nolasco cuando supo que su respetable confesor había tenido igual revelación que la que le hiciera la Virgen, y cobrando mas alientos en su empresa, se dirigió acompañado de Raimundo hacia el palacio del rey D. Jaime en Barcelona.

Antes de que le expusieran el objeto de su visita, se apresuró D. Jaime a referirles una revelación que le había hecho la Virgen, y cuando oyó de los labios de aquellos piadosos varones que igual revelación hablan tenido ellos, no dudó por un momento el rey de que aquello era un prodigio de la Señora para que se diese cumplimiento cuanto antes a sus deseos.

El 10 de Agosto del citado año 1218, el rey y toda su corte se encaminaron desde el palacio hacia la catedral, llamada de Santa Cruz de Jerusalén, y luego que penetraron en aquel templo, se presentó en el púlpito San Raimundo, declarando ante todos la revelación que les había hecho la Virgen al rey, a Pedro Nolasco y a él, para que se fundara la nueva orden de la Merced, que tantos días de alegría había de dar a la iglesia católica, redimiendo cautivos y sacándolos del ominoso yugo de los infieles, para traerlos a su patria y dejarlos en los brazos de sus queridos parientes.

Acogió con júbilo todo el auditorio el pensamiento de la nueva orden de la Merced, y admiraron como un prodigio las tres revelaciones que en un mismo día tuvieran el rey, Pedro Nolasco y el piadoso Raimundo de Peñafort, que acaba de dirigirles la divina palabra.

Cuando llegó el ofertorio de la Misa, el rey D. Jaime y San Raimundo condujeron de la mano a Pedro ante el obispo de la condal ciudad, D. Berenguer de Palú, quien vistiéndole con el hábito blanco y escapulario de la orden, recibió en sus sagradas manos los tres votos religiosos y uno nuevo que le hizo Pedro Nolasco.

Por este último voto se obligan todos los mercedarios, además de pedir limosna para la redención de los cautivos, a quedarse ellos mismos en poder de los infieles si no encuentran recursos para rescatar a los cristianos.

El mismo día que profesara Pedro Nolasco, profesaron también con él dos nobles caballeros, y animado de la más ardiente caridad el rey D. Jaime les cedió desde luego y por el pronto gran parte de su palacio en Barcelona, para que estableciesen allí el primer convento de la orden de Nuestra Señora de la Merced.
Bien pronto se manifestó la gran protección que tenia en el cielo la nueva orden, pues apenas fue fundada se pusieron bajo las órdenes de Pedro Nolasco infinitos caballeros, que abandonando sus familias y sus bienes, corrían presurosos a rescatar cautivos y a pedir por todas partes limosnas para tan noble y tan caritativa obra.

Entre los muchos privilegios que recibió la naciente orden del rey D. Jaime, se halla el de poder llevar los religiosos en sus escapularios el escudo de las armas de Aragón, y por ruegos de Pedro Nolasco las de la Santa Iglesia Catedral de Barcelona, donde con tanto placer de su alma hicieron la profesión él y sus dos compañeros.

Al poco tiempo de la fundación de la orden, no siendo ya suficiente el primer convento que se estableciera en el palacio de D. Jaime, fue preciso edificar otro, cediéndoselos la iglesia de Santa Eulalia.

Pronto todos los estados cristianos quisieron acoger en su seno a aquellos nuevos religiosos, por lo que la orden de la Merced se extendió con pasmosa rapidez por todas partes, siendo muy crecido el número de religiosos.

Gregorio IX confirmó la nueva orden, Paulo V instituyó una fiesta en conmemoración de la aparición de la Santísima Virgen a San Pedro Nolasco, fiesta que celebraban los mercenarios en la dominica inmediata a las kalendas de Agosto.

Los Papas Inocencio X o Inocencio XII, y otros muchos, concedieron también infinitas gracias a la orden.

Pero por quien fue recibida como verdadera bendición del cielo, fue por los pobres cautivos que gemían en poder de los infieles.

Qué escena más tierna y conmovedora fue aquella en que se presentaron en el africano suelo los religiosos de la Merced para dar a los sarracenos algunas miserables monedas en cambio de la preciosa libertad de los cautivos cristianos!

¡Escena triste y conmovedora, que debió impresionar harto a los duros corazones de aquellos bárbaros, de cuyo poder libraban a tantos fieles para volverlos al seno de sus familias!

Ya la alegría inundaba los pechos de todos los cristianos que vivían cautivos en tierra de infieles.

Ya la esperanza en Nuestra Señora de las Mercedes, a la que pronto supieron tenían que agradecer tan inmensos beneficios, no los dejó caer en la tentación de renegar de su Dios, de su fe y de sus creencias.

¡Que importaba que no fueran todos de una vez rescatados, si sabían que más tarde o más temprano verían pisar otra vez el suelo donde ellos vivían cautivos, a aquellos venerables religiosos que no tenían otra misión mas que ocuparse en reunir recursos para rescatar al mayor número de cristianos!

Solo la ardiente caridad de nuestros santos, solo el verdadero amor a Jesucristo y a la Virgen, la Reina de los ángeles, podía inspirar empresas tan sublimes y grandiosas como la que llevó a cabo San Pedro Nolasco, y continuaron después por muchos años los religiosos de la orden por él fundada con el título de Nuestra Señora de las Mercedes.

Aunque ya puede decirse que en otros tiempos sería inútil el objeto caritativo que tenia esta orden, vivía entre las demás que llenaban los conventos de la Península, siendo de todas muy respetada y venerada, siquiera fuera acordándose los cristianos de todo el bien que en otro tiempo recibieran de los mercedarios, exponiéndose a toda clase de peligros y pidiendo humildemente limosnas para la redención de cautivos.

Hoy mismo, a pesar de haber desaparecido los conventos que había en España de la orden mercedaria, es grande la devoción que toda clase de personas tienen a la Virgen Santísima bajo la dulce advocación de Nuestra Señora de las Mercedes.

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