SAN MAYEUL DE CLUNI, ORACIÓN AL MILAGROSO ABAD QUE CONCEDE TODO TIPO DE FAVORES


San Mayeul o San Mayolo, es invocado para obtener todo tipo de favores que se deseen conseguir. De hecho, hay pocos santos tan generosos como San Mayolo.
 
Este santo abad de Cluny, que vivió en el siglo X, mostró una caridad incansable combinada con una compasión todavía más grande.
 
Continuó después de su muerte su sacerdocio terrenal otorgando gracias y favores a todos aquellos que lo honran especialmente.
 

INVOCACIÓN

Es el Señor quien quita y da riquezas;
Él baja y levanta a quien quiere;
Es el que sabe disponer de todas las cosas
para la ejecución de sus planes,
y debemos reconocer en todas las cosas
la mano de su providencia.

Por lo tanto, Señor, vengo a confiar
a tu providencia el éxito de mis empresas
al ponerlas bajo la protección de San Mayolo.

A ti, San Mayolo, cuyo poder y caridad
salvaguardan a todos los que acuden a ti,
reza por nosotros y libra del dolor
a quienes con tanta fe te invocamos.
 
Concédeme el favor que te pido
(solicitar la gracia)
rogando a Dios por mi.

Dios de todas las cosas,
que hiciste todo por medio tu palabra,
que formaste al hombre con tu sabiduría,
para darle poder sobre las criaturas que has creado,
para gobernar el mundo con equidad y justicia,
y para juzgarlo con la justicia del corazón;
dame la sabiduría que otorgaste a tu siervo,
San Mayolo, que está a al lado de tu trono,
para llevar una vida justa, en amor y paz, 
y no me rechaces de entre todos tus hijos
cuando sea conducido ante tu presencia.
 
Que así sea.

 
SAN MAYOLO (SAN MAYEUL DE CLUNI)
Abad

Mayolo nació hacia 906, o según otros hacia 915, hijo de una opulenta familia de Valensolle, en tierras de Avignón (Provenza).

Perdió a sus padres siendo aún muy joven. Fourcher, el padre, aunque había hecho donación a la abadía de Cluny de veinte enclaves con sus correspondientes Iglesias, legó a Mayolo inmensos territorios que desgraciadamente fueron asolados por húngaros y sarracenos.

Mayolo se retiró entonces a la Borgoña, a Macón, donde fue acogido por un rico señor, pariente suyo. Bernón, Obispo de Macón, aconsejó a Mayolo, conociendo sus buenas prendas, a que entrara en el estado eclesiástico y lo hizo canónigo de su catedral; después lo envió a estudiar filosofía y teología a Lyón, que entonces tenía como reconocido maestro a Antonio, abad del monasterio de l'Ile-Barbe.

Mayolo tenía en la palabra y en el espíritu la agilidad del meridional y en su alma ardía un fuego que apenas era posible reprimir pero había aprendido el arte de tenerla siempre serena. De su época de estudiante alguien escribió:

«Era mas blanco que la flor del lirio, era mas puro que la nieve, sabía agradar a Cristo y descollaba sobre sus maestros por la dignidad de su Vida»

Vuelto a Macón, Mayolo recibió las órdenes sagradas hasta el diaconado, y habiendo sido hecho arcediano del Capítulo se aphcó con verdadero entusiasmo a ser un nuevo Esteban, por su piedad, Ciencia y caridad para con los pobres.

Comenzó a hacer donación de sus propios bienes en socorro de los necesitados y de los lugares de culto. Su administrador le abordó para reprochar sus dispendios y de hecho al sobrevenir poco después una hambruna, Mayolo no tuvo con qué socorrer a los pobres ni a sí mismo. Sin embargo, confiando en la providencia se mantuvo firme en sus buenos propósitos.

Así las cosas, poco después se encontró cerca de su aposento una bolsa conteniendo siete monedas de plata. No quiso disponer de ellas antes de avisar públicamente para conocer de quién eran. Nadie las reclamó y aunque reducido él mismo a una extrema penuria prefirió repartirlas enteramente entre los más pobres. La Providencia premió su confianza y al día siguiente le llegó una columna de carros con provisiones de allí de donde menos esperaba estos socorros.

Encargado de enseñar la filosofía y la teología a los clérigos de la Iglesia de Macón, lo hizo desinteresadamente y con gran éxito. Sus contemporáneos admiraban en él una suprema elegancia, un gesto noble, una exquisita sencillez. Si algo había capaz de romper su equilibrio era la afición por la lectura. Leía siempre, incluso yendo a caballo en los viajes. En cuanto a los poetas paganos, a los que miraba con simpatía en su primera época, siendo ya monje los consideró seductores de la imaginación.

No queriendo tener su recompensa sino en Dios, no quería ser reconocido por nadie, pero su reputación se fue extendiendo de tal modo que pronto se pensó en él como futuro obispo de Besançon. Mayolo rehusó la elección y para ponerse al abrigo de peligrosas ambiciones, partió para ingresar en la abadía de Cluny, muy floreciente entonces bajo el abad Aymard, su tercer abad.

Para ser monje, apenas tenía algo que cambiar sino los vestidos.

Progresó tan rápidamente en la humildad y en el conocimiento de la vida espiritual monástica que atrajo las miradas de toda la comunidad. Le hicieron bibliotecario y cuidó y llenó los estantes y armarios de libros religiosos, apartando los de los poetas mundanos pues decía:

«Los poetas divinos bastan a los monjes: Isaías y David, Sedulio y Prudencia. No manchéis vuestro espíritu con la muelle elegancia virgiliana».

Cuando fue «aproquisario» -una especie de oficio entre secretario, ecónomo y tesorero de la Orden-, tuvo que comenzar a hacer largos viajes, mas siempre por obediencia y con el más grande de los recogimientos.
 
En 948, Aymard nombró a Mayolo, en su lugar, como abad y le obligó a aceptar el cargo, aunque él, mientras vivió el anciano abad, se consideró a sí mismo como su Vicario, o mejor aún como el servidor de todos los monjes de la casa. Nunca se vio a un abad más humilde que Mayolo, más puntual, más disciplinado y exacto en hacer todo lo que tenía que mandar a los otros. Mayolo gobernó Cluny con la reputación de ser el más santo de los abades de su siglo.

Por donde pasaba, su acción se extendía a todos los órdenes de la vida social: construye, restaura, favorece las letras, recorre la cristiandad sembrando bendiciones y optimismos e introduce la influencia de las ideas cristianas en la mayoría de los gobernantes europeos. Los que le acompañaron y vivieron con él no cesan de contar los prodigios que Dios obraba por su medio, tanto para la gloria de Dios en la Iglesia como para obtener la santificación de los suyos.

Una de sus devociones preferidas era, en sus viajes, pasar por aquellos lugares que habían sido bendecidos por Dios con gracias extraordinarias por guardar en ellos una imagen santa, o los cuerpos de antiguos siervos de Dios. Además, antes de salir de Cluny hacía una buena provisión de limosnas para poder ir repartiéndolas por el camino.
 
En una visita que realizó a Nuestra Señora de Puy-en-Velay, un ciego le dijo que había recibido una revelación de parte de San Pedro en la que se le había dicho que recuperaría la vista cuando se lavase los ojos con el agua con la que el abad Mayolo se hubiera lavado las manos. El abad le dio entonces una severa reprimenda, advirtiéndole que eso era una mera superchería; y sabiendo que el ciego había estado pidiendo esta agua a los empleados que llevaba en su séquito se lo prohibió terminantemente. El ciego, sin descorazonarse, esperó al abad en Mont-Joie, y tomando al caballo por la brida, presentó una vasija a Mayolo para que la tocase con sus manos; Mayolo, emocionado ante tanta fe, echó pie a tierra y bendijo el agua y mojando sus dedos con ella trazó la señal de la cruz sobre los ojos del ciego. Luego, prosternándose con todos los que le acompañaban suplicó a la Madre de misericordia por el pobre ciego, pero éste antes de que se hubiera acabado la oración de Mayolo empezó a gritar: ¡Veo, estoy curado!

Pasando una vez por Coire, población de la región de Grisons, en viaje a Roma, Mayolo se encontró con que su obispo se encontraba enfermo y a punto de morir; fue a verle y a consolarlo exhortándole a la paciencia y a someterse a la voluntad de Dios. El obispo le pidió que le oyese en confesión; Mayolo le escuchó y le prescribió los remedios que su alma necesitaba.

Concibiendo algunas esperanzas de poderse curar en el cuerpo, el obispo suplicó insistentemente a Mayolo, puesto que se acercaba la semana santa, que él estuviese en la debida forma para poder consagrar el santo Crisma para el día de Pascua. Dios los escuchó a ambos y el Obispo se curó.

En este mismo viaje sucedió que un monje de los que le acompañaban le desobedeció gravemente; mas, poco después, arrepentido, le pidió perdón y le dijo que estaba dispuesto a cumplir la penitencia que juzgase oportuna. El abad le dijo:

«Estás seguro de que quieres que te dé una penitencia?».
 
Y como el monje dijese que sí, que estaba dispuesto, el abad viendo que por allí había un leproso pidiendo limosna le dijo al monje:
 
«Ve a aquel leproso y dale un beso».
 
El monje obedeció, y el Señor, para dar a conocer a todos cuánto le agrada la obediencia por el reino de los Cielos, curó al instante al leproso de su enfermedad.

Trabajó enormemente por extender el Ordo cluniacense y para que los monasterios fuesen el mejor exponente en la cristiandad de vida regular y cristiana en los que continuamente se daba gloria a Dios y se oraba por el bien de todos los pueblos.

llegó a enviar más de 950 cartas de hermandad a otros tantos monasterios que deseaban pertenecer a Cluny.
 
Mayolo ha sido considerado como el segundo fundador de Cluny. Toda la cristiandad contemplaba con asombro al abad de Cluny y acataba sus palabras como oráculos del cielo. Un Obispo hizo de él este elogio:

«Cada día somos testigos por nuestros oídos y por nuestros ojos de que la gloria de este hombre viene solo de Dios. Es verdaderamente un astro que ilumina nuestra tierra. Todos los siglos celebraran su memoria»

El año 991, ya nonagenario, sitió que su fin estaba próximo y eligió a su discípulo Odilón como su sucesor, tal como habían hecho sus predecesores. En 992 estaba muy falto de fuerzas y ya no quiso salir fuera y ni siquiera aparecer en público. Pero ningún velo llego a oscurecer el brillo penetrante de sus ojos, había vivido en un cuerpo virgen y hasta el ultimo día conservo el sello de su castidad intacta.

Hugo Capeto, rey de Francia, que desconocía su estado de salud, le pidió insistentemente que fuera a París para reformar la abadía de Saint-Denis y hacer revivir en ella el espíritu de los hijos de San Benito. Mayolo, enfermo, se puso en camino despidiéndose de los monjes de Cluny, persuadido de que no los volvería a ver nunca.
 
Llegado a Souvigny, en Bourbonnais, uno de los cinco prioratos que la gran abadía tenía en Auvergne, en la diócesis de Clermont, la enfermedad le detuvo para siempre y allí falleció santamente el viernes 11 de mayo, al día siguiente de la Ascensión del año 994. En su última hora, cuando todos lloraban en torno de su lecho, él se esforzaba por sonreír y les decía:
 
«Valor, amigos; demos gracias al Señor; que esta muerte inevitable sea para todos motivo de alegría, pues voy a mi Dios».

Su cuerpo fue enterrado en Souvigny en la iglesia monasterial de San Pedro. De todos los pueblos vecinos vinieron para venerarle. Eran tantos los milagros ocurridos ante su tumba que el obispo de Clermont, Beggón, canonizándole al estilo de entonces, mandó que sobre su tumba se erigiese un altar. Un siglo más tarde, en 1093, Urbano II mandó exponer sus restos a la veneración de los fieles. Pedro el Venerable llegó a decir que después de la Virgen no había habido un santo en Europa que hubiese hecho tantos milagros como San Mayolo.
 
Se puede decir que su culto comenzó el día de su muerte y ha perdurado hasta nuestros días. Los habitantes de Souvigny lo tienen por su celestial patrono y protector, y en la catedral de Puy-en-Velay se le recuerda con la misma veneración.
 
 
 

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